Exponen el destierro que viven las personas retornadas

Somos las historias entre grietas, muestra en Casul de colectivos migrantes

María Eugenia Sevilla. Foto: Barry Domínguez.

Leni Álvarez vivió un milagro. Sólo así se explica cómo ella, su madre y su hermanita se salvaron cuando la border patrol las detuvo al cruzar la frontera, a mitad de los años 90. Aquel viaje terminó abruptamente 14 años después, cuando con su familia, próspera pero indocumentada, tuvo que regresar a México, hostigada por el endurecimiento de las políticas estadunidenses hacia los migrantes a finales de la primera década de este siglo.

Un retorno que los ha vuelto a desterrar y los ha convertido en forasteros en su propio país. ¿Qué significa ser una retornada? Sin posibilidad de regresar al que siente su país, Leni cuenta su periplo.

Aquella noche milagrosa, las tres mujeres acababan de cruzar el río Bravo. Su madre, de veintipocos; ella, de dos años y medio; y su hermanita de ocho meses. Las niñas pasaron en una alberca inflable. Al otro lado les aguardaba un coyote retirado, que accedió a cruzarlas como un favor especial al padre de Leni, a quien conoció en una iglesia cristiana de Florida, en donde las esperaba.

“Lo llamé abuelo toda mi vida, hasta que me enteré que fue mi coyote”, cuenta Leni en entrevista durante la apertura de la instalación Somos las historias entre grietas, que presenta el colectivo de personas retornadas Otros Dreamers en Acción (ODA) y Pocha House, en la Casa Universitaria del Libro (Casul). Son parte del grupo de creadores que participan en la exposición, que se despliega en el marco del Mes de la Migración de la institución, y en la que collages, un fanzine fragmentado, impresiones y piezas de arte objeto encierran historias de arrancamiento, como la de ella.

El coyote –continúa Leni– llevaba ropa limpia para las niñas, pero no hubo tiempo de cambiarla a ella, que estaba mojada y llena de espinas. “En algún momento separaron a mi mamá de mi abuelo Tapia. Los interrogaron por separado. Él dijo que ella era su hija, que había nacido en Estados Unidos, pero había crecido con sus abuelos en México, por lo que no sabía inglés. Él llevaba un acta de nacimiento de su hija, Jenny. Mi mamá dice que no sabe cómo se le ocurrió decir que se llamaba Jenny”.

Fue un milagro, sostiene. “Ok, váyanse. Rápido, before I change my mind”, contestó el oficial.

En Florida, Leni creció con sus hermanos, como muchos niños, sin saberse indocumentada. Sus padres los protegieron así de la vergüenza –que sobrevendría igual. Con el tiempo, el jefe de la familia, que llegó como campesino, adquirió propiedades y abrió su propia empresa de jardinería. Hasta que estalló la crisis financiera de 2008 y comenzaron las restricciones para los habitantes “ilegales”. Con imposibilidad de renovar la licencia de conducir, vital para el negocio, vinieron apercibimientos y el padre terminó ante un juez.

“Se entregaba todos los viernes y salía de la cárcel los domingos. Te agarramos una vez más y es una deportación, le dijeron. Así pasó como medio año. Nos enteramos que éramos indocumentados. Yo ya estaba en mi junior year de high school y mi mamá dijo: ‘te traje para salir adelante, y si vas a terminar like me, pues para comer frijoles, mejor en nuestro país’”. No se despidió de nadie, excepto de una amiga que también era indocumentada.

La familia había emigrado de una comunidad ejidal en Chiapas, al olor del levantamiento del EZLN y de la catástrofe financiera. Su padre era lechero y su madre vendía congeladas. Empeñaron su escaso patrimonio cuando Leni enfermó de gravedad. “Una plaga”, dice. Al ver que un niño murió en el centro de salud, se endeudaron para pagar un hospital privado. Entonces el padre decidió probar suerte en Estados Unidos.

Volvieron, sin nada, a otro terruño familiar: Acayucan, Veracruz. “Cuando entramos a la casa, se veían los palos, apenas los habían echado; el piso era de tierra. Como a dos cuadras descubrieron una fosa clandestina. Nos tuvimos que retirar. Fuimos de las primeras familias retornadas que llegaban y nos extorsionaban.”

La escuela no fue mejor. En la preparatoria, recuerda Leni, un maestro le pedía que leyera al frente de la clase, para burlarse de su acento. Leni es ahora una mujer con dos carreras en la Universidad Veracruzana, una de ellas, Antropología Social.

Su experiencia la resume de forma contundente frente a la audiencia reunida en la Casul, y sus palabras provocan desolación: “No queremos volver a un país feminicida”.

La instalación podrá verse durante todo agosto. El Mes de la Migración de la Casa Universitaria del Libro incluye también charlas, presentaciones editoriales y la proyección de un documental.

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