Tres nocturnos para acercarse a Xavier Villaurrutia

El escritor mexicano nació el 27 de marzo de 1903 en la Ciudad de México. Hoy lo recordamos con una selección de tres nocturnos.

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En la obra de Xavier Villaurrutia (27 de marzo de 1903-25 de diciembre de 1950), una de las islas, si no más extensas sí de mayor profundidad (o altura, como se quiera ver), de ese “archipiélago de soledades” que son los Contemporáneos, se distingue una percepción plástica; de hecho, Rodolfo Usigli lo describió como un “dibujador de poemas”. En el ensayo “Pintura sin mancha”, pide Villaurrutia a los pintores que “hagan más poética su pintura como yo he querido hacer más plástica mi poesía”.

En sus tres libros de versos hay a la vez tres momentos bien definidos. En el primero, el de Reflejos (1926), escrito a la sombra de López Velarde y Juan Ramón Jiménez, predominan los juegos de palabras y las ideas. En el segundo, “en su mejor época creadora” (Alí Chumacero), cuando publica la primera versión de Nostalgia de la muerte (1938, la edición definitiva es de 1946), emoción e inteligencia dialogan en poemas como “Nocturno en que habla de la muerte”, “Nocturno de los ángeles” y “Nocturno rosa”. En el tercer momento, en el de Canto a la primavera y otros poemas (1948), trabaja una forma menos rigurosa y su visión poética es “más fácil y superficial”, juzga Octavio Paz, quien elaboró un sorprendente retrato crítico (Xavier Villaurrutia en persona y en obra, 1978), en donde afirma: “Al inclinarse sobre sobre la complejidad de las sensaciones y las pasiones, [Villaurrutia] descubrió que hay corredores secretos entre el sueño y la vigilia, el amor y el odio, la ausencia y la presencia. Lo mejor de su obra es una exploración de esos corredores”.

 

Nocturno en que habla de la muerte

 

Si la muerte hubiera venido aquí, a New Heaven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres”.

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

 

 

Nocturno de los ángeles

a Agustín J. Frink

Si diría que las calles fluyen dulcemente en la noche.

Las luces no son tan vivas que logren desvelar el secreto,

el secreto que los hombres que van y vienen conocen,

porque todos están en el secreto

y nada se ganaría con partirlo en mil pedazos

si, por el contrario, es tan dulce guardarlo

y compartirlo sólo con la persona elegida.

 

Si cada uno dijera en un momento dado,

en sólo una palabra, lo que piensa,

las cinco letras del deseo formarían una enorme cicatriz luminosa,

una constelación más antigua, más viva aún que las otras.

Y esa constelación sería como un ardiente sexo

en el profundo cuerpo de la noche,

o, mejor, como los Gemelos que por vez primera en la vida

se miraran de frente, a los ojos, y se abrazaran ya para siempre.

 

De pronto el río de la calle se puebla de sedientos seres,

caminan, se detienen, prosiguen.

Cambian miradas, atreven sonrisas,

forman imprevistas parejas…

 

Hay recodos y bancos de sombra,

orillas de indefinibles formas profundas

y súbitos huecos de luz que ciega

y puertas que ceden a la presión más leve.

 

El río de la calle queda desierto un instante.

Luego parece remontar de sí mismo

deseoso de volver a empezar.

Queda un momento paralizado, mudo, anhelante

como el corazón entre dos espasmos.

 

Pero una nueva pulsación, un nuevo latido

arroja al río de la calle nuevos sedientos seres.

Se cruzan, se entrecruzan y suben.

Vuelan a ras de tierra.

Nadan de pie, tan milagrosmente

que nadie se atrevería a decir que no caminan.

 

¡Son los ángeles!

Han bajado a la tierra

por invisibles escalas.

Vienen del mar, que es el espejo del cielo,

en barcos de humo y sombra,

a fundirse y confundirse con los mortales,

a rendir sus frentes en los muslos de las mujeres,

a dejar que otras manos palpen sus cuerpos febrilmente,

y que otros cuerpos busquen los suyos hasta encontrarlos

como se encuentran al cerrarse los labios de una misma boca,

a fatigar su boca tanto tiempo inactiva

a poner en libertad sus lenguas de fuego,

a decir las canciones, los juramentos, las malas palabras

en que los hombres concentran el antiguo misterio

de la carne, la sangre y el deseo.

 

Tienen nombres supuestos, divinamente sencillos.

Se llaman Dick o John o Marvin o Louis.

En nada sino en la belleza se distinguen de los mortales.

Caminan, se detienen, prosiguen.

Cambian miradas, atreven sonrisas.

Forman imprevistas parejas.

 

Sonríen maliciosamente al subir en los ascensores de los hoteles

donde aún se practica el vuelo lento y vertical.

En sus cuerpos desnudos hay huellas celestiales;

signos, estrellas y letras azules.

Se dejan caer en las camas, se hunden en las almohadas

que los hacen pensar todavía un momento en las nubes.

Pero cierran los ojos para entregarse mejor a los goces de su encarnación misteriosa,

y, cuando duermen, sueñan no con los ángeles sino con los mortales.

Los Ángeles, California.

 

 

Nocturno rosa

a José Gorostiza

Yo también hablo de la rosa.

Pero mi rosa no es la rosa fría

ni la de piel de niño,

ni la rosa que gira

tan lentamente que su movimiento

es una misteriosa forma de la quietud.

 

No es la rosa sedienta,

ni la sangrante llaga,

ni la rosa coronada de espinas,

ni la rosa de la resurrección.

 

No es la rosa de pétalos desnudos,

ni la rosa encerada,

ni la llama de seda,

ni tampoco la rosa llamarada.

 

No es la rosa veleta,

ni la úlcera secreta,

ni la rosa puntual que da la hora,

ni la brújula rosa marinera.

 

No, no es la rosa rosa

sino la rosa increada,

la sumergida rosa,

la nocturna,

la rosa inmaterial,

la rosa hueca.

 

Es la rosa del tacto en las tinieblas,

es la rosa que avanza enardecida,

la rosa de rosadas uñas,

la rosa yema de los dedos ávidos,

la rosa digital,

la rosa ciega.

 

Es la rosa moldura del oído,

la rosa oreja,

la espiral del ruido,

la rosa concha siempre abandonada

en la más alta espuma de la almohada.

 

Es la rosa encarnada de la boca,

la rosa que habla despierta

como si estuviera dormida.

Es la rosa entreabierta

de la que mana sombra,

la rosa entraña

que se pliega y expande

evocada, invocada, abocada,

es la rosa labial,

la rosa herida.

 

Es la rosa que abre los párpados,

la rosa vigilante, desvelada,

la rosa del insomnio desojada.

 

Es la rosa del humo,

la rosa de ceniza,

la negra rosa de carbón diamante

que silenciosa horada las tinieblas

y no ocupa lugar en el espacio.