¿Cuántos caminos debe un hombre caminar antes de poder ser llamado hombre?, preguntaba Bob Dylan bajo la luz de un reflector aquella mítica noche del 16 de abril de 1962, en el Gerde’s Folk City de Nueva York, cuando interpretó por primera vez Blowin’ in the wind. Y la duda no es ociosa, pues saberlo quizá explique por qué este hombre recibió en 2016 el Premio Nobel de Literatura.
Al menos esta es la propuesta de Pablo García y Colomé, profesor de la Facultad de Ingeniería (FI), tras leer las críticas de aquellos puristas incapaces de aceptar a un cantante galardonado por la Academia Sueca. Quiso “demostrar que con la medalla se reconoció a un aedo, es decir, a un hombre que recorre el mundo demostrando que poesía y música son una misma cosa”.
Un aedo
En el Auditorio Sotero Prieto –para conmemorar los 50 años de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la FI–, el académico señaló que describir a este artista como un aedo no es una exageración, “pues debemos recordar que con esa palabra se designaba en la antigua Grecia a quien cantaba poesía, la bailaba, la representaba, la saltaba y la llenaba de polvo en las veredas”.
De hecho, el mismo Dylan reconoció en el documental No direction home (2005) que el deambular de aquí para allá ha sido una constante en su vida y un elemento determinante en su obra: “Mi ambición era salir y encontrar un viaje de aventuras para llegar a casa. Me propuse encontrar este hogar que había dejado tiempo atrás y no pude recordar dónde estaba, pero iba en camino”.
Por esta razón, no es sorpresa para Pablo García que desde el 7 de junio de 1988 el músico se haya embarcado en un proyecto personal llamado La gira interminable, es decir, en un tour que ya lleva 30 años y que tan sólo de 1992 a 1998 le representó 700 conciertos.
Para el profesor de cálculo, que Dylan viva en una travesía constante le ha dado esa capacidad de retratar lo cotidiano, de captar al vuelo instantáneas de la vida diaria y de dar espacio a lo marginal.
En Like a rolling stone, de 1965, el compositor se cuestionaba: “¿Cómo se siente estar solo y sin dirección? Como una piedra rodante”. Cuatro décadas después, en una entrevista de 2005, él mismo respondió a la pregunta: “Nací tan lejos de donde se supone debo estar, que cada paso me acerca a casa”.
Llamarse Dylan
Robert Allen Zimmerman –nombre real de Dylan– nació un 24 de mayo de 1941 en Duluth, Minnesota, un lugar que él mismo define como “apartado del centro de la cultura y fuera de los márgenes del momento. Tenías todo el pueblo para vagabundear y no existían sensaciones como la tristeza o la inseguridad. Simplemente había bosques, cielo, ríos y corrientes, invierno, verano, primavera y otoño”.
Y sin embargo, en ese sitio improbable comenzó a gestarse una vocación que revolucionaría tanto la música como la poesía, indicó Pablo García, pues muy rápido aquel niño aprendió a tocar el piano y la guitarra, se aficionó al country y al blues, y palió su soledad con cuanto libro cayó en sus manos, confluencia de aficiones que hicieron que el joven Bob, a los 18 años, adoptara un nuevo nombre como homenaje a Dylan Thomas, el poeta galés capaz de ver en ciertas tardes (como reveló en uno de sus versos) el color del decir.
“Debes recorrer muchos caminos para ponerte en el rumbo deseado; lo importante es seguir moviéndote”, suele decir Dylan, y fue bajo esta convicción que a los 19 años guardó sus pertenencias en la maleta, se colgó la guitarra al hombro y, pidiendo aventones con el pulgar extendido, llegó en enero de 1961 al Greenwich Village de Nueva York, en ese entonces un hervidero de artistas y escritores.
“Sin un centavo en el bolsillo se vio forzado a tocar su armónica a cambio de refugio y comida, pero también muy rápido fue descubierto por gente como Joan Baez, Tom Paxton o Dave van Ronk, quienes lo ayudaron a encontrar espacios en bares y cafeterías para demostrar su talento y a abrirle puertas para grabar discos.”
Un poeta
En 1978 Dylan declaró: “Me considero un poeta primero y un músico después; he vivido como poeta y moriré como tal”, y esto es un hecho irrefutable para García y Colomé, “y si alguien duda de la belleza de las creaciones de este hombre, les recitaré los versos de A hard rain’s a-gonna fall”.
Y lo contaré, lo diré, lo pensaré y lo respiraré, y lo reflejaré desde la montaña para que todas las almas puedan verlo, luego me mantendré sobre el océano hasta que comience a hundirme, pero sabré bien mi canción antes de empezar a cantarla, y es dura, es dura, es dura, es muy dura, es muy dura la lluvia que va a caer.
Sobre esta canción, el poeta Allen Ginsberg dijo alguna vez que le representó una revelación: “Un amigo me puso el disco y escuché A hard rain’s a-gonna fall. Lloré con una alegría luminosa porque sentí que nosotros, como parte del movimiento beat, le pasábamos la antorcha de la tradición bohemia a una nueva generación”.
¿Y entonces en qué campo se mueve la obra de Dylan?, planteó García y Colomé. “Para esclarecer esto me remitiré al discurso que envió el Nobel a Suecia, donde decía que, ‘como Shakespeare, a menudo estoy ocupado en la búsqueda de mis esfuerzos creativos y tratando con los aspectos mundanos de la vida. ¿Estoy grabando en el estudio adecuado? ¿Esta canción está en la clave correcta? Algunas cosas no cambian, incluso en 400 años. Nunca he tenido tiempo de preguntarme ¿son mis canciones literatura? Por lo tanto, doy las gracias a la Academia Sueca por hacerse la misma pregunta y, en última instancia, por llegar a una conclusión tan maravillosa’”.
Que este artista sea capaz de poner sobre la mesa este tipo de ideas y de propiciar múltiples reflexiones hace de él un punto y aparte en el mundo de la cultura popular, al grado de que Bruce Springsteen ha dicho antes de abrir uno de sus conciertos: “Elvis nos enseñó a liberar nuestros cuerpos, Dylan nuestras mentes”.
“Yo soy mis palabras”
Desde la primera vez que este cantautor captó la mirada del ojo público comenzaron a generarse diversas teorías sobre cómo categorizarlo a él y a su trabajo, así que para evitar dudas él mismo le aclaró a la revista Newsweek en 1963: “Yo soy mis palabras”.
A decir de García y Colomé, “todo esto hace evidente que este hombre se ha empeñado en devolver la voz a la poesía y, al premiarlo, la Academia Sueca también reconoce a una música marginal y contestataria por la naturaleza, el blues”.
Se suele decir que el arte se anticipa al futuro y eso pasa con la canción The times they are a-changin’, que ya desde 1964 refutaba a los inconformes por su Nobel al decir: “Vamos, escritores y críticos que profetizáis con vuestras plumas, mantened los ojos abiertos, la oportunidad no se repetirá y no habléis demasiado pronto, porque la ruleta todavía está girando y nadie puede decir quién es el designado. Porque el ahora perdedor será el que gane después. Porque los tiempos están cambiando”.
“¿Y entonces cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de poder ser llamado hombre?”, preguntó García y Colomé para concluir su charla. “Dar con la respuesta es fácil, está flotando en el viento”.