El cosmos y la literatura

¿Existe algo entre la literatura y el cosmos que pueda ser visto como una corriente? ¿Quiénes son los autores que han jugado con mundos y estrellas?

 

cosmos y literatura

Primero fue la palabra. El principio de la vida, el ADN, puede verse como un código con palabras, frases y puntuación. Los primeros homínidos de hace unos 2.5 millones de años comenzaron por nombrar las cosas útiles y las peligrosas, distinguieron las presas con un nombre y tuvieron que aprender a describir estrategias para escapar de sus depredadores. Durante la noche habla una necesidad atávica de hablar; había que contar lo que iba pasando. Sin duda, también se preguntaban por qué era tan oscuro el cielo salpicado de puntos títilantes. Pero nadie tenia la menor idea. Así nació el relato cósmico y sus infinitos ríos de historias, la mayoría de ellas inauditas y decorativas, parte de un género joven siempre in articulo mortis.

¿Qué queda de ellas, además de los objetos de culto, indumentaria, filmes, programas de televisión y los millones de fanáticos que disfrutan de estos subproductos intergalácticos? ¿Existe algo entre la literatura y el cosmos que pueda ser visto como una corriente? Quienes proclaman el nacimiento de un nuevo género dentro de la novela, una especie de “ficción cósmica”, utilizan una metáfora orgánica; quieren verlo como algo que respira y se mueve en concordancia con un ente; algo que es la primera y la última barrera entre el medio y dicho ente, entre el entorno y cada uno de los seres vivos. ¿Existe una literatura cuya visión no es únicamente lo que cree el autor sino lo que la ciencia de su tiempo parece demostrar cómo inevitable? ¿Quiénes son los autores que han jugado con mundos y estrellas?

Antes de responder, consideremos lo siguiente. La cosmología es un asunto humano tan antiguo como la literatura misma y apenas ha sido abordada en los últimos decenios mediante un verdadero programa científico. En 1917, el estudio del universo, sus orígenes y su destino estaba en pañales, pues incluso entre los astrónomos la creencia generalizada era que con la Vía Láctea se acababa el cosmos; fuera de ella todo era “espacio vacío”. Si bien había quienes diferían, no fue sino hasta una década más tarde que las observaciones de Edwin Hubble convencieron al público de que habla otras “islas universales” más allá de nuestra galaxia. El mismo año de 1917 Albert Einstein publicó sus Consideraciones cosmológicas sobre la teoría de la relatividad general. Dos años después, se hizo famoso al confirmarse sus predicciones sobre la geometría del espacio tiempo y el comportamiento de la luz.

Pero nada de esto parecía preocupar a los escritores. En manos de poetas, magos del relato, saltimbanquis y alguno que otro científico abrevando en la fuente equivocada, la cosmología como tema literario sobrevivió de milagro a lo largo de los siglos hasta que, en la década de 1970, la física de partículas (que era ya de altas energías y más bien dedicada al estudio de las subpartículas) la rescató de un olvido injusto e imposible de salvar, al menos con los instrumentos científicos de los siglos anteriores. Incluso la astrología se vio beneficiada al crecer la astrofísica con su conocimiento más preciso del movimiento de los planetas y la posición de las estrellas.

La buena literatura se nutre de acertijos, la mejor literatura contempla al menos un enigma. Lo mismo sucede con la ciencia del cosmos. Por siglos permaneció en el laberinto de las paradojas y las metáforas “útiles” hasta que fue reivindicada por los científicos gracias a dos cosas: el correlato que se desprendió del Modelo Estándar de la Materia, la teoría más exitosa hasta la fecha, y la introducción de la teoría de los campos cuánticos para explicar el comportamiento de partículas tan extravagantes como enigmática. Los acertijos son muchos y, sin embargo, aún no se han planteado los verdaderos enigmas.

Esto lo reconocen eminentes científicos como James W. Cronin, Premio Nobel de Física por haber descubierto la naturaleza de la antimateria, y quien hoy trabaja en un campo fascinante de la nueva cosmología experimental, los rayos cósmicos de utra alta energía. En una conversación con él, entre otras cosas me dijo que el hecho de que se estuviesen publicando una docena de artículos mensuales sobre el tema es que, en efecto, nadie tiene la menor idea de qué son estos rayos. Y algo parecido podría decirse de toda la cosmología hoy. Según Cronin, no sólo ignoramos el porqué de las cosas, en muchos casos incluso el cómo es un total enigma en cuanto a la naturaleza del Universo.

No obstante, la explicación de la realidad subatómica de una manera minuciosa permitió el renacimiento de la cosmología, esta vez alimentada por una verdadera fuente de analogías y posibles enigmas a resolver. ¿Hubo un principio?, ¿habrá un fin?, ¿cuál es la forma del Universo?, ¿por qué se expande?, todas ellas son preguntas que se han acumulado en el filo de la navaja de Occam, esperando su turno de ser reducidas por los criterios de la sencillez y la belleza.

Lo mismo sucede con la herencia literaria que se ha ocupado del cosmos. Hay indicios luminosos, algunas alegorías prometedoras y una probable literatura cosmológica en autores de la Antigüedad.
Pero ni las visiones místicas de Ezequiel ni el atesoramiento de un recuerdo imaginario, como el de
Platón sobre la Atlántida, ni siquiera la prudente postura de Luciano de Samosata, padre del género
de anticipación, cuya semilla germinal dio sus frutos un siglo más tarde con el ocaso de la ilusión novelesca, a principios del siglo xx, y el consecuente predominio de la ficción introspectiva y el hiperrealismo, ninguno de ellos pudo contar la “verdadera historia de las cosas del cosmos”.

Nadie puede. Lo que creíamos saber del universo en 1975, prácticamente es obsoleto hoy en día.
Si las ideas novedosas de Stephen Hawking y Roger Penrose(1) apenas han hecho impacto en la comunidad científica, y tomará tiempo comprobarlas en términos experimentales, no es fácil suponer que algún escritor haya tenido tiempo para digerirlas y considerarlas, excepto como alegorías de su propio mundo, pero sin peso en la corriente principal de la novelística actual.

La literatura de ciencia ficción que se ha tomado la molestia de relatarnos universos compulsivamente fantasiosos, uno más chiflado que el otro, responde muy bien a la actitud del cosmos frente a los miles de aficionados al programa de rastreo de inteligencia extraterrestre (seti): hay entre él (o ellos) y nosotros un silencio absoluto. Aun así, dada la sinergia que han adquirido la palabra y la acción en nuestro mundo, antes que la novela y la poesía, es la cosmología misma la que ha de despojarse de su espíritu antropocéntrico para iniciar un estudio más profundo del cielo y las estrellas.

El viaje a la luna de Cyrano de Bergerac, el héroe galáctico Micromegas de Voltaire, los pioneros del espacio de Julio Verne, así como las andanzas por el tiempo de los personajes de Herbert G. Wells
nacen con la ciencia, pertenecen al mismo universo y al igual que dos serpientes en un laberinto de puertas infinitas, no pueden encontrarse. ¿Qué sucedió con los sueños surrealistas de Raymond Roussel y Alfred Jarry? Los llevaron hacia Cyrano de Bergerae y Sébastien Mercier, no a Julio Verne y H. G. Wells quienes eran considerados parte de un “mundo perdido”, del “cinturón envenenado”.

Edgar Rice Burroughs no sólo animó a Tarzán. También predijo en Chessmen of Mars la aparición
de los kaldanes, arácnidos del tamaño de la cabeza de una persona, y de los rykors, los pobres seres humanos a quienes se les han metido estos kaldanes por la columna vertebral, les han chupado el cerebro y deambulan así entre nosotros, descabezados y controlados por sus horribles dueños. Al menos
Aldous Huxley fue sincero al despojarse de todo manierismo literario y limitarse a describir las consecuencias de un descubrimiento científico en Un mundo feliz.

Sólo después de la explosión de las ideas atomistas y cuánticas de la primera mitad del siglo xx, autores como Isaac Asimov, Sprague du Camp, Ray Bradbury y Van Vogt introdujeron un factor de probabilidad; una certidumbre que, al menos, no atentaba contra la inteligencia del público. Sin ser
seguidores de Verne y Wells, el polaco Stanislaw Lem (The Star Diaries, Solaris) y los británicos Arthur C. Clarke (2001, Una odisea en el espacio) y J. G. Ballard (The Venus Hunters) construyeron una visión del cosmos que recuperó la ilusión novelesca; una ficción que muestra membranas y órganos, un cuerpo que ya respira por sí mismo para la literatura.

La historia de la ciencia, y en especial del cosmos, nos enseña que el Universo no es sutil sino malicioso; sólo permite que los grandes hitos sean descubiertos por las siguientes generaciones. Copérnico y después Galileo; Galileo y luego Newton; Newton y más tarde Einstein; Einstein y décadas más tarde Hawking. Algo similar ha sucedido entre los escritores de novelas de anticipación científica. Por ejemplo, lo que intuyó Olaf Stapledon en The Last and the First Men fue explotado en forma exuberante por J. G. Ballard en The Crystal World. Un mundo que se extingue y que nada lo sustituye, un universo cuyo “antes” y “fuera de él” no son posibles.

Esta clase de temas ajenos a nuestra realidad cotidiana e inmediata produce desorientación en el
público y exotismo en los escritores. Las “extravagancias” del siglo XVII nos harán comprender que
la utopía, la llave de ninguna parte, está guardada en una caja de Pandora, donde las paradojas sólo
caen bajo la careta de la persuasión. Agobiado por los biberones para sus hijos y los acreedores, Edgar Rice Burroughs se convirtió en un maestro de la persuasión, convenciéndonos de que los marcianos eran nuestros amigos. Lo fue también, a su manera, Alexei I. Tolstoi. Publicada en 1923, la novela Aélita, la reina de Marte, del nieto del autor de La guerra y la paz, es una advertencia de cuán dispuestos estamos a luchar por algo que creemos mejor para los demás, empeñados en convencerlos de lo que eso significa para su futuro, aun cuando ellos no compartan nuestras ideas.

Lo mismo harían Samuel Butler en Erewhon y E. M. Forster en su novela breve La máquina se detiene. Estaban deseosos de convencernos de que nuestra única posibilidad de conocer el cosmos, las máquinas robotizadas y la inteligencia artificial, eran peligrosas y deshumanizantes. Los erewhonians de la época victoriana que Butler nos pinta con singular sarcasmo, al igual que los Simpsons de hoy, nos hacen sentir simpatía por lo que aborrecíamos un minuto antes’ Por su parte, George Orwell en 1984 Yarel Capek en RUR y, desde luego, Verne y Wells, más que sacudirnos con sus atavismos y temores, y buscar convencernos de la existencia de sus propios fantasmas, nos instaron a reflexionar sobre la complejidad del asunto.

Mucho antes de que se enunciara una teoría cabal de la complejidad y de los sistemas complejos que surgen en este universo, estos autores supieron describirnos la vida en el limite del caos. La vida, según esta teoría, no es estable sino que está sujeta a los movimientos de la Naturaleza; la vida siempre está en busca de un equilibrio imposible de perpetuar, aun si se cumplen ciertas condiciones que pueden mantenerla temporalmente. La Naturaleza no procede con frialdad y eficiencia ingenieril, sino más bien como un artesano que hace bricolaje, que ensaya con formas ricas, diversas, bellas, a veces macabras y ritualistas, como acontece en El sellar de las moscas de William Golding.

Los sistemas complejos producen orden, una forma desafiante de la utopia que va en contra del
caos imperante en el Universo. Sin embargo, tanto los abanderados de la antiutopía y enemigos del optimismo cientificista, como Butler y Forster, al igual que los entusiastas de la humanización del universo, como Wells, Orwell y Capek, todos estuvieron dispuestos en su momento incluso a incendiar el cosmos, aunque creyeran lo contrario. Tenían que recurrir al desengaño o a la euforia, con tal de negarse a reconocer que la ingeniería astral era, como lo es ahora, un sueño lejano. Murray Leinster, en su Fauna del espacio, acosa a sus lectores con la insana idea de que el parasitismo sideral es dueño de nuestros actos y que estamos sometidos a la historia de su beneficio, nunca del nuestro. Ante semejante optimismo, sólo queda la novela de anticipación. Jean Gattégno, en su clásico manual sobre la ficción científica del siglo xx, asegura que la verdadera novela de anticipación reconoce la existencia y el poder del tiempo; la ciencia ficción mítica, prelógica y acientífica la detiene e incluso la suprime.(3)

Herbert G. Wells se preguntaba si podíamos actuar sobre el tiempo, ya sea acelerándolo o inmovilizándolo. El francés René Barjavel en su Viajero imprudente, al igual que Asimov en El fin de la eternidad se enfrentan con algo más que ingenio al problema de la paradoja del tiempo. Suponen la existencia de mundos paralelos. Por desgracia para dichos autores, este continuo del espacio tiempo tampoco existe más que en el anhelo de llegar a una tierra de lagos como espejos sin fin, bañada por el narcismo metafísico, poshippie, que busca matar el tiempo con estériles juegos seudomatemáticos.

No es, sin embargo, una especie de urgente onanismo lo que movió a los autores que han intentado escribir la saga de la literatura cosmológica, al estilo de los relatos tradicionales y gestas heroicas escandinavas. Onanismo, en el sentido del irrefrenable placer que implica ver las cosas bajo la lente de un antropocentrismo cínico e irredento. De una o de otra forma, también ellos son viajeros cósmicos, parte de la tribu que va armada de un utensilio para enmendar lo roto, lo que falla en la comunidad. Un utensilio que abre corazones como paredes y permite ver a los ciegos. Al igual que el astrofísico que estudia el cosmos, los novelistas están comprometidos en una tarea prometeica, de un esfuerzo considerable por reunificar todo el pasado anticipando un futuro inédito. ¿Se escribirá
alguna vez el Huckleberry Finn de las estrellas?

Como Mark Twain lo anunció, la basura había llegado al Mississippi. Sin negar su valor histórico literario, los cuentos fantásticos de Edgar Allan Poe, Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, Jan
Potocki, Paul Gautier, Nathaniel Hawthorne, Gérard de Nerval y Bram Stoker estimularon la confusión. Como buenos cirujanos modernos, sustituyeron lo espantoso, fundamento de lo fantástico, por lo sorprendente y lo maravilloso. Pero, ¿habrá algo más sorprendente y apabullante que una familia de hoyos negros? Boris Vian decía que esta literatura, empeñada en descubrir el origen y el futuro del cosmos, encarnaba la resurrección de la poesía épica. Pero no importa cuánto luche contra lo desconocido, la doble tentación, mítica y mística, terminará obnubilándola, obligándola a ceder el poco espacio de racionalidad que se permite en su visión del mundo. El poder racional de esta incipiente ficción científica se desvanece cuando Roger Caillois le pregunta a Madame du Deffand: “¿Cree usted en fantasmas?” Y ella responde: “No, pero les temo”.

Por fortuna, las sociedades humanas son entes autorregulables y los excesos de una imaginación
delirante que ridiculiza las maravillosas novedades de la astrofísica, ciencia sobre la que se sustenta la cosmología, siempre pasan al catálogo de “lo incomprensible”. Aunque sabemos que la etiqueta de credibilidad es como la de algunas telas sintéticas: one size fits all.

Philíp K. Dick consuela nuestro corazón de niño, William Gibson y su Johnny Mnemonic asistieron a nuestra primera cita amorosa. En 1951, el Almuerzo desnudo de William Burroughs mostró que esta clase de literatura era un estado mental. La ficción cibernética es también un recordatorio de que
sólo el viaje mismo de planeta en planeta sustituirá el estado de melancolía que con frecuencia invade la literatura ligada al cosmos. Los exoplanetas, si llegamos alguna vez a ellos, deberán contarnos una historia inexistente, probablemente exasperante y enloquecedora. Tal vez lo más sano sea escribir novelas costumbristas, como La piel del cielo, de Elena Poniatowska, para darnos cuenta de que, en efecto, como el cosmos no hay dos. La novela de personas, sitios e ideas que tan bien maneja ella a propósito del cielo y como lo han visto algunos mexicanos está impregnada de tres ingredientes típicos de la mejor prosa tradicional: ligereza, precisión y ambiente, todo ello en el tiempo ganado, aquel que desafía la entropía y crea algo donde no había nada, aunque sea una lágrima y una sonrisa. Fausta es uno de los personajes memorables de la literatura mexicana contemporánea.

Si el futuro sucede y, como hasta ahora, no hay otra alternativa más que salir a poblar otros mundos, antes de que nuestro Sol se convierta en una gigante roja y luego en una enana blanca y envuelva a la Tierra, entonces tendremos una verdadera literatura del cosmos. Pero entonces, ¿a quién recurrirán sus autores? ¿Recordarán la poesía luminosa y traviesa de Octavio Paz? ¿Se asombrarán por lo cuidadoso que era Jorge Luis Borges al construir un mundo literario insólito, basado no en premisas arbitrarias y caprichosas, sino exclusivamente en axiomas surgidos de la misma historía humana? ¿Podrán reconocer las formas de lo clásico y el fondo de lo humano en la prosa de Augusto Monterroso, la claridad sobre el fangoso progreso en Mark Twain, los instrumentos de navegación y la capacidad de maravillarse en Robert Louis Stevenson, la visión ética en Joseph Conrad y el sentido del sarcasmo en Jonathan Swift? Si es así, entonces sus hijos podrán dormir tranquilos, sabiendo que la lectura de ese día fue tan buena como la del día anterior

1 Puede consultarse la famosa polémica entre ambos científicos en el libro The Nature of Space and Time (Princenton University Press. 1996).
2 Hay dos espléndidos ensayos biográficos acerca de la controvertida figura y obra de Samuel Butler. El capitulo 2 de Darwin Among the Machines (Penguin Press, Londres. 1997), de George Dyson; y el perfil de Ósea, Altamirano. Publicado en Letras Ubres (núm. 33. septiembre de 2001).
3 Jean Gattégno. La ciencia ficción, cr, México, 1985.

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