El Mundial siempre se abre paso, siempre desde el fango, desde la clase trabajadora. La apropiación se vuelve fundamental en un mundo en el que casi todo es arrebato y poco se vuelve un regalo, una caricia. En una península que nada tiene que ver con la memoria de la pelota y mucho con la invención, se celebra la gesta que cada cuatro años buscan los continentes y que tanto necesita América del Sur. Sí; del Sur.
Es veinte de noviembre y poco tiene que ver con la Revolución mexicana, así como el desenlace de la Revolución mexicana nada tuvo que ver con ella misma. El anfitrión se encuentra con Ecuador en el Grupo A; las ilusiones comienzan al mismo tiempo que otras fantasías empiezan a desmembrarse. La monarquía idealiza sus aspiraciones con una organización de un músculo brutal, pero de poco nervio: no poder firmar una camiseta emblemática parece el augurio preciso para decir que la memoria no se construye con el oro negro; no es suficiente que una ciudad de finales del Siglo XX hospede la pausa del mundo de cada cuatro años. El Emir puede escribir sus deseos en una carta y el VAR puede invalidar lo legítimo, pero 11 muchachos desde el centro mismo de la Tierra pueden –a veces, muy pocas veces– emparejar aquello que es imposible equilibrar.
Los medios, y sobre todo las redes sociales, han dibujado una ciudad de opulencia y lujo excesivo; sin embargo, las periferias también existen, y así como en la riqueza de Medio Oriente pocos ven futbol, a pocos habitantes del afuera les interesa lo que pasa en el rectángulo verde. El alumbrado público corresponde a las arterias principales, pero en las venas en las que se encuentran la clase trabajadora e inmigrante, aún está en construcción; una construcción que permanece en espera que se le recuerde, que se le reconozca.
Calles oscuras en las que las sombras toman el cuerpo de varones que miran tal vez con recelo, tal vez con odio o tal vez con un lenguaje que transgrede tanta cultura colonizadora. ¿Por qué le darían la bienvenida a los extranjeros que poco tienen que ver con ellos? Tal vez la tarea sea reconocer que todos odiamos, que todos la pasamos mal y que todos somos clase trabajadora.
En ese mundo de miradas atentas y oscuras, emergen figuras aún más oscuras y más disruptivas. Cubiertas con burkas negras, las mujeres caminan en silencio en la aridez de la palabra y el espejo que no sabe reflejar. Su presencia y sus movimientos parecen un ritual de sombra y abismo; ojalá una alquimia dorada y negra se esté gestando en la fosa inconmensurable de sus telas inmaculadas.
Afuera se juega el prestigio, la necesidad de hacer ver a una ciudad nueva como un país vanguardista, suficiente, rico y en progreso; se busca tomar la parte por el todo. Catar juega al fútbol en un horario inmejorable, pero el emirato juega con la Asociación de Fútbol de Catar. Adentro se busca reprimir el propio deseo y el erotismo no desde el autocontrol y la comprensión de la autonomía, sino reprimiendo la voluntad y el lenguaje de las mujeres. Para no tener deseos con sus cuerpos (primer contacto con la materialidad) se decide ocultarlos. ¿Cuánta dominación se ejerce en la búsqueda de actuar correctamente? Para que se pueda actuar conforme a la ley –que podría estar cerca de la espiritualidad, pero decidió estar cerca de la religión–, es necesario constreñir el cuerpo de las mujeres, porque antes que la voluntad y la autonomía de sus cuerpos, está la propia necesidad de ser salvado.
¿Qué es lo que se busca ocultar? ¿Cuál es el vicio de la ciudad?, me pregunto mientras voy abordando el vagón de metro con una iconografía impecable. Quienes diseñaron todo el sistema no se equivocaron en nada: vagones acendrados, rápidos, sin ruido, con aire acondicionado, estables y amplios. Toda una flota de voluntarios y trabajadores del staff te guían y responden a tus preguntas si vienes al Mundial: asumen que si no hablas árabe, hablas inglés. ¿Qué busco ocultar; cuáles son mis vicios?, me pregunto mientras camino al FIFA Fan Festival en el que nos congregamos todxs aquellos que no tenemos un boleto para la inauguración. La infraestructura es descomunal, pero la organización es tibia y torpe. Las aglomeraciones dan paso a la desesperación. ¿Por qué nos importa tanto beber cerveza mientras vemos partidos de fútbol, mientras enfiestamos, mientras nos reunimos para hablar? ¿Por qué sin alcohol en la sangre no sabemos convivir ni divertirnos?, me pregunto mientras me formo una hora antes de que abran la fila para la venta de cerveza.
En una época en la que todo se diluye –porque también es necesario, porque también se necesita espacio para lo líquido–, se busca vivir en el éxtasis perpetuo. Las cámaras de televisión enfocan a gente en pura celebración, en júbilo, en plena catarsis; cuando enfocan hacia otro lado, veo las mismas caras, esta vez ausentes y urgentes de seguir scrolleando. La virtualidad es tan artificial, que parece que vivimos en constante disociación.
Afuera, Ecuador gana por dos goles a una selección que tiene poca idea de fútbol. Adentro me pregunto si más allá de mis vicios y mis abismos, estoy haciendo para traerles un poco de luz. Aquí se juega un Mundial —esta vez en nuestro invierno– para legitimar una monarquía que se siente omnipresente, que viste de civiles a policías para señalar a los transgresores, que busca llevar al progreso aquello que necesita otro tiempo; el tiempo del desierto. Allá todxs esperamos un Mundial especial; pero aquí siento cada vez más claramente que hay una idea del Mundial y una praxis del Mundial; y que ambas están tan lejos una de otra, que es imposible que puedan mirarse y reconocerse.