El Testamento de Heiligenstadt: un escrito desde la desesperanza
Beethoven lo redactó en octubre de 1802 en esa localidad ubicada en los alrededores de Viena. Está dirigido a sus hermanos Karl y Johann
En el verano de 1802, por consejo de su médico, Beethoven, entonces de 32 años, se trasladó a Heiligenstadt, localidad ubicada en los alrededores de Viena, para descansar y estar en contacto con la naturaleza.
En cuanto a su creatividad, el compositor pasaba por uno de sus periodos más fecundos (la Sonata para piano número 17 en re menor, opus 32, número 2, “La tempestad”, es, entre otra obras, de esa época). Sin embargo, su sordera no dejaba de avanzar de manera avasalladora.
Hacia comienzos de octubre, Beethoven debió de haber intuido que se quedaría completamente sordo más temprano que tarde y cayó en una profunda crisis depresiva. Fue así como el día 6 de ese mes redactó una carta de tres páginas dirigida a sus hermanos Karl y Johann, la cual se conoce como el Testamento de Heiligenstadt.
Sin duda, Beethoven esperaba que, luego de que sus hermanos la leyeran, fuera publicada para que el mundo supiera cómo había sido injustamente despreciado y malentendido por sus semejantes.
Pero, a final de cuentas, esta carta nunca fue puesta en el correo y Beethoven la conservó el resto de su vida entre sus papeles privados. En marzo de 1827, después de su muerte, Anton Schindler y Stephan von Breuning la sustrajeron, junto con otros documentos y objetos, de su habitación y la publicaron en octubre de ese mismo año.
Como ya se dijo, Beethoven la dirigió a sus hermanos Karl y Johann, pero en los tres lugares donde tendría que leerse el nombre de este último hay un espacio en blanco, porque aquél odiaba escribir un nombre o una palabra que le causara dolor, y en ese momento Johann seguramente le estaba causando un gran dolor.
En ella se puede leer: “[…] Ah, ¿cómo podría aceptar una enfermedad en el único de los sentidos que, en mi caso, debe ser más perfecto que los otros, un sentido que antes poseía en la más alta perfección, una perfección como pocos en mi profesión han gozado? Oh, no puedo hacerlo, y por ello os pido que me perdonéis cuando veis que me retiro, pese a que hubiera estado encantado de unirme a vosotros. Y mi desgracia es doblemente dolorosa porque estoy destinado a ser mal comprendido: no puedo sentirme relajado con mis semejantes, no puedo asistir a cultas conversaciones, no puedo participar en el mutuo intercambio de ideas. Solo, completamente solo, no entro en la vida hasta que me lo exige una necesidad imperiosa; y debo vivir como un proscrito. Si me acerco a una tertulia, el miedo de que puedan advertir mi estado me sobrecoge con una angustia espantosa. […]”
Más adelante, Beethoven admite que, ante la desesperación que ha experimentado, poco faltó para que se quitara la vida. Y agrega: “Sólo mi arte me ha detenido. Oh, me parecía imposible dejar este mundo antes de haber creado todo aquello que soy capaz de crear; por ello he decidido prolongar esta miserable existencia, en verdad miserable para un cuerpo tan sensible que cualquier cambio súbito puede precipitarlo del mejor al peor de los estados. […]”
El 10 de octubre, Beethoven le añadió las siguientes palabras: “¡Con qué tristeza me despido de ti, Heiglnstadt [sic], con qué tristeza! La amable esperanza de cura que aquí me trajo, o al menos de alivio, debe morir del todo. De igual manera que las hojas del otoño caen y se marchitan, mi ilusión se me ha secado. Me voy casi como vine. El mismo esforzado valor que a menudo me socorría en los días bellos del estío se ha desvanecido del todo ¡Dios mío, concédeme, por una sola vez, un día de alegría! ¡Hace tanto tiempo que el profundo eco de la alegría verdadera me es desconocido! ¡Oh, cuándo, Señor, cuándo podría yo oírlo en el Templo de la naturaleza y de los hombres. ¿Nunca? ¡No! Esto sería demasiado cruel.”
Al poco tiempo, Beethoven regresó a Viena, incomprensiblemente se instaló en una casa que se localizaba en una de las esquinas de la plaza de San Pedro, donde las campanas de la catedral de San Esteban, por un lado, y de la iglesia de San Pedro, por el otro, torturaban sus oídos con cierta frecuencia, y, como si nada hubiera sucedido, se puso a trabajar de nuevo.
El original del Testamento de Heiligenstadt terminó en manos de Johanna, la viuda de Karl van Beethoven. En 1840, Franz List ayudó a Johanna a encontrar a alguien que se lo comprara. Finalmente, este conmovedor documento que pone al descubierto el corazón del compositor quedó en posesión de la célebre soprano sueca Jenny Lind. Hoy en día está bajo resguardo de la Biblioteca Estatal y Universitaria de Hamburgo.