Integración plástica
La Biblioteca Central es una de las edificaciones emblemáticas de Ciudad Universitaria. Su imagen ha sido reproducida en libros, revistas y guías turísticas, además de ser calificada por expertos como una innovación significativa en el campo de la arquitectura moderna. No poco ha influido en este fenómeno que el edificio en su parte exterior esté cubierto en su totalidad por mosaicos de piedras de colores –una propuesta de Juan O’Gorman– que ha sido definida por Víctor Jiménez como una obra en la que la pintura es arquitectura y la arquitectura se transforma en pintura, una manera de aludir a la biblioteca como ejemplo de integración plástica. Sin embargo, en el tiempo en que fue construida y terminada (1950-1953) fue objeto de debate por tratarse de dos propuestas opuestas: por un lado, el racionalismo en la concepción edificatoria del proyecto a tono con el modernismo de la arquitectura mexicana de ese tiempo; por el otro, como pintura tendía al realismo humanista de una manera distinta al resto de sus colegas muralistas que participaron en esta primera etapa de la construcción del campus.
La noción de Integración Plástica tiene un origen polémico en los inicios del siglo pasado, momento en que se buscaba eliminar el lastre académico y sus decoraciones en las propuestas de vanguardia. Basta recordar a Adolf Loos y su artículo de 1908 “Ornamento y delito”, en el que definía la tendencia a decorar los edificios como algo: “torturado, penoso y enfermizo”. Sin embargo, por esas mismas fechas, buen número de arquitectos se habían expresado a favor de una relación más estrecha entre arquitectos, pintores y escultores. La postura más contundente fue la de Le Corbusier, cuya doble profesión de arquitecto y pintor le permitió manifestarse a favor de una síntesis: “La arquitectura y las artes plásticas no son dos cosas yuxtapuestas; son un entero sólido y coherente”.
Fue la construcción de Ciudad Universitaria la coyuntura ideal para poner en práctica este concepto, como registra la revista Espacios dirigida por dos jóvenes arquitectos: Lorenzo Carrasco y Guillermo Rossell. El número 14 del año 1951 lleva en la portada un recuadro con el mural de José Chávez Morado El retorno de Quetzalcóatl, que se encuentra en el exterior de la Facultad de Ciencias. Le acompañó un artículo sobre la realización del mural y una reflexión sobre cómo la Integración Plástica inaugura un nuevo propósito para la continuidad del movimiento de pintura mural por su capacidad de estar en consonancia con la modernidad (1).
La idea de la unión de las artes que proviene también de la Bauhaus fue de- finida de varias maneras en México por escultores, pintores y arquitectos como Mathias Goeritz y otros, pero fue Juan O’Gorman quien insistiría en el concepto en varios escritos y entrevistas, entre ellas la que también apareció en ese mismo ejemplar de Espacios en la que el arquitecto y pintor no sólo hablaría de integración entre arquitectura, pintura y relieve (algo presente en la parte inferior de la Biblioteca con las cabezas de Tláloc y Quetzalcóatl), añadiría la importancia de la integración al paisaje. Al igual que pensaba Goeritz, la arquitectura para tener sentido estaba obligada a recuperar su función primordial: la emoción estética y la idea de arte total. Chávez Morado, Mathias Goeritz y O’Gorman en ese sentido se referían a las catedrales del Medioevo, pero, sobre todo, a ejemplos de la etapa moderna. Las más mencionadas fueron las obras de Antoni Gaudí y otras que no procedían de arquitectos, como las Torres de Watts (1921-1954) realizada por el obrero de la construcción Simon Rodia, en la ciudad de Los Ángeles, California, o el cartero Ferdinand Cheval y su Palais Ideal (1879- 1912) en el pequeño pueblo de Hauterives en el sur de Francia. A este personaje, Juan O’Gorman dedicó su casa de El Pedregal donde continuó su gusto por el color y la interacción entre materiales y naturaleza.
La arquitectura de la Biblioteca Central
En 1945, después de un tiempo de abandonar la arquitectura, Juan O’Gorman retornó a ella como asesor de Diego Rivera en la construcción del Anahuacalli. A Rivera le preocupaban el aspecto poco estético de las losas de concreto aparente de los entrepisos por lo que se les ocurrió según O’Gorman: “un procedimiento diverso …sobre la cimbra de madera colocamos una capa de pedacería gris del pedregal.. (para) hacer los colados usuales…. Posteriormente, el maestro demolió dichas losas para hacer otras de concreto que tuviera mosaicos con dibujos… de este modo nacieron los primeros mosaicos de dibujos naturales” (2).
Con una adaptación de esta técnica construyo la casa de Conlon Nancarrow, entre 1947 y 1948. Estas experiencias le permitieron abordar el proyecto de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria a partir de 1950, proponiendo una sencilla estructura racional recubierta –como ya se ha mencionado– totalmente por mosaicos de piedra con el mural: Representación histórica de la cultura. Se debe anotar que en el terreno arquitectónico comparte con Gustavo Saavedra y Juan Martínez de Velasco, pero el mural es sólo de su autoría. Se trata de un inmueble cuyo basamento de planta rectangular tiene dos sótanos, una planta de doble altura en la que se localiza la sala de lectura y un mezanine; aquí algunos muros están realizados en piedra volcánica con relieves de motivos prehispánicos. Sobre esta base de mayor tamaño se desplanta el cuerpo para el acervo, prácticamente sin ventanas, que consta de 11 pisos; sus dimensiones son de 43 metros de largo,16 de ancho y 27 de altura, lo que se traduce en una fachada de cuatro mil metros, una de las superficies más grandes del mundo cubierta con la técnica de mosaico de piedras. En el proceso se emplearon más de mil metros cúbicos de rocas naturales, salvo el color azul que es artificial. Además, resulta necesario recordar que la obra pictórica de O’Gorman se caracteriza por una gran precisión del dibujo y los trazos, por lo que el artista realizó un dibujo de tamaño natural y se preocupó por evitar una falta de correspondencia de líneas y colores en las juntas de las piezas. El procedimiento consistió en acomodar cuidadosamente las pequeñas piedras en los moldes de madera y aplicar primero una capa de cemento poco fluida para fijarlas; a continuación, colocó un entramado de varilla de fierro, y finalmente, se realizó el colado donde quedaban aparentes unos elementos metálicos, para el amarre a la estructura arquitectónica preparada para recibir cada pieza.
Problemas conceptuales
El pintor y arquitecto tenía la intención de contribuir –desde las imágenes y su carga simbólica diseñadas para una biblioteca– a la discusión de las ideas filosóficas y científicas en los periodos históricos que aún rigen la representación de la nación mexicana. Cuando O’Gorman diseñó la Biblioteca Central se planteó una serie de problemas conceptuales, entre ellos, cómo significar el conocimiento y cómo proyectar una narración en imágenes que convocara a la discusión de las ideas y al mismo tiempo fuese fiel a la empresa mural monumental. Esta fidelidad implicaba –dentro de la gran narrativa propia del moderno muralismo mexicano– encontrar aquellos aspectos emblemáticos capaces de alegorizar momentos clave del devenir cultural de México. El plan de O’Gorman para la Biblioteca implicaba concebir el programa iconográfico, así como pensar la espacialidad, el sitio específico y la constitución simbólica del mural por medio de la forma, el color y la articulación de los conceptos en un tejido complicado de color que creaba y recreaba las siluetas y las imágenes de varios códices (el Borbónico, el Mendocino y el Lienzo de Tlaxcala, entre otros) mezclados con símbolos y emblemas que provenían de la ciencia.
En su proyecto hay una referencia simbólica a los amoxcalli o lugares destinados en la época prehispánica al almacenamiento de los códices. La marcada horizontalidad pareciera hacer referencia a los modos de lectura del códice (planos horizontales) con un lenguaje pictográfico sobre una superficie rugosa. Los otros problemas, de carácter técnico, incluían cómo hacer un mural de gran tamaño a la intemperie que resistiese los fenómenos ambientales: el arquitecto encontró la respuesta en el uso de piedras de color naturales cuya recolección lo llevó a diversos estados de la República –desde Guerrero has ta Zacatecas–, con el fin de obtener la diversidad de gamas necesarias para el monumental recubrimiento de dichos muros. Si bien se inició en la técnica del mosaico al lado de Diego Rivera durante la construcción del Anahuacalli, el arquitecto ya estaba ampliamente familiarizado con estos materiales por medio de su padre, el químico y pintor Cecil Crawford O’Gorman. El arquitecto emprendió varios viajes a una enorme cantidad de minas y canteras de las cuales obtuvo 150 piedras de diferentes colores, menos el azul que logró elaborar por medio de vidrios coloreados o cortados en lajas. Es entendible su interés por el azul turquesa, color emblemático de lo sagrado en el arte prehispánico y que utilizó en abundancia en la elaboración de los murales de Ciudad Universitaria.
Iconografía
El programa iconográfico está inscrito en cuatro muros que miran hacia los puntos cardinales y cada uno de los soportes señala un periodo histórico: el norte, la época prehispánica; el sur, el tiempo de la Colonia; el oriente recurre a la dualidad entre tradición y progreso encarnados en el campo y la ciudad, rodeada de emblemas prehispánicos y signos de la física moderna; el poniente está dedicado a la actividad universitaria y en él pueden verse motivos estudiantiles como el deporte. Hay evidencia de que O’Gorman, en el muro poniente, quiso colocar los símbolos de la física newtoniana y relativista como referencia al ingenio humano, pero, según la versión oficial, Carlos Lazo, uno de los arquitectos a cargo del proyecto total, le pidió sustituirlo por el escudo universitario (3).
El muro más llamativo es el orientado hacia el norte, fundamentado en la estética pictórica de códices prehispánicos prominentes, particularmente el Borgia, en el que destacan valores de representación como la planimetría. Para expresar la referencia a otra tradición pictórica en este muro colocado a la entrada de la Biblioteca, quizá el artista encontró en el mosaico una forma de detener el flujo de la línea y lograr una mayor sensación de frontalidad.
El hecho de que estos murales estén constituidos desde el punto de vista material por partículas tiene consecuencias ópticas. Las piedras de color tan diversas y pequeñas producen una interferencia en el campo de la percepción que cuestiona el esquema de totalidad a la cual aspiraba el arquitecto con esta obra monumental, compuesta de pedacería colorida. Las miles de pequeñas piedras de colores rellenan las siluetas y dan forma a narrativas de complejidad simbólica que se deslizan por un plano rugoso, entreteniendo los ojos que en vano intentan captar desde lejos el detalle. La forma geométrica de la arquitectura de raíz funcionalista pierde algo de su simetría y desde luego de su pretendida pureza al verse revestida de una gruesa textura pétrea y asimétrica dominada por el color verde azulado, interferida por rojos, rosas, negros, amarillos y otras tonalidades.
Ciencia y religión
En una entrevista (1978) O’Gorman definiría la temática general del muro sur y definió su intención con ironía por el maltrato a la ciencia y a la cultura indígena por la idiosincrasia religiosa:
“Me pregunté qué significaba fundamentalmente la época colonial ¿qué trajeron a México los españoles? Pues trajeron la cruz y el cristianismo basado en el principio del bien y el mal, pero ¿cómo representar esto cosmogónicamente? Se me ocurrió que la representación del universo por Ptolomeo, con la Tierra en el centro, podía representar el bien, y la idea de Copérnico con la Tierra desplazada del centro, el mal; es decir, el bien, la fe, el mal, la ciencia… Puse también allí la cruz y la espada, los escudos de Carlos V y de Felipe II, el non plus ultra [sic], lema del reinado de Carlos V y de la época de la Conquista. En la parte baja y como símbolos del bien y del mal volví a hacer un friso con los personajes que representan sacerdotes, la quema de códices, la caída del águila, Cuauhtémoc, etcétera” (4).
Una primera aproximación al Lienzo de Tlaxcala evidencia que este códice sirvió a O’Gorman a veces de modelo y otras de inspiración para realizar la parte baja del muro sur un tanto sometida al tamaño y la presencia de los enormes círculos astronómicos. Su cercana consulta de dicha fuente le permitió concretar su aspiración de una propuesta pictórica que diera cuenta en imágenes del encuentro de culturas diversas (5).
Juan O’Gorman, un severo crítico de la modernidad capitalista en sus pinturas, no llegó plenamente a expresar en estos murales una prefiguración del presente más que por medio de escenas limitadas de la vida estudiantil y el signo del átomo. Sin embargo, sus concepciones arquitectónica y pictórica se imponen en el conjunto de Ciudad Universitaria al presentar una propuesta distinta. Lo diferente que se propuso O’Gorman consistió en incorporar la planimetría que distingue la estética del códice afín a los principios espaciales de la pintura moderna. También es necesario considerar otra diferencia, al estar cubierta toda la superficie del edificio con partículas de distintos tonos lo primero que se proyecta no es necesariamente la narrativa sino el color. La hazaña del revestimiento total logra integrarse al paisaje y a la espacialidad que rigió la primera etapa constructiva de Ciudad Universitaria. Esto trae a la memoria ese momento fundante de una institución dedicada al saber y a la expansión del bienestar social por medio de la educación.
- José Chávez Morado, “La decoración mural de la facultad de ciencias”, Espacios, núm. 14, marzo, 1953.
- Juan O’Gorman, “Autobiografía”, Antonio Luna Arroyo, Juan O’Gorman, Cuadernos populares, (México, 1973) 142.
- Miguel Ángel Bahena Pérez et al., Restauración del mural: representación histórica de la cultura de Juan O’Gorman, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996.
- Olga Sáenz, “Entrevista”, en Ida Rodríguez Prampolini et al. (eds.), La palabra de Juan O’Gorman, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1983, p. 26.
- El Lienzo de Tlaxcala es un documento que presenta los principales sucesos de la Conquista pintados por los mismos indios en 86 cuadros realizados entre 1550 y 1564. Si bien este códice fue producto de manos indígenas, no es así en términos de tradición visual, ya que la figuración y el sentido del espacio en él están ligados al aprendizaje pictórico occidental y representa el punto de vista tlaxcalteca de la conquista de Tenochtitlan y posteriores batallas y expediciones.