Todo tiene la sensación de ser un día cualquiera, pero no lo es. Trato de matar el tiempo lo mejor posible en un día en que el juego más importante es a las diez de la noche. Es desesperante esa espera en la que no puedes hacer nada más que esperar. No puedes escuchar música ni leer un libro porque debes estar atento a cualquier movimiento, a cualquier llamado; como en los aeropuertos: Tiempo muerto, tiempo de tensión.
Las contradicciones comienzan a tomar forma de nuevo: comienzo a pensar que ya nada está afuera de una estructura contradictoria. Parecería absurdo, pero por momentos hay que abrigarse dentro del estadio: el maldito aire acondicionado de las oficinas corporativas también alcanzó los espacios al aire libre; en el desierto debes cobijarte para no resfriarte. La profundidad de los rezos y las plegarias dentro de las mezquitas rompen con la severidad de las leyes en la praxis política: cuando la religión es el núcleo fundacional del Estado la ley se vuelve severa y dogmática. La belleza tipográfica de la representación de Mahoma y Allah dentro de sus templos se disloca con el juicio que tienen sobre la comunidad lgtbiq+ y con el dominio sobre las mujeres. Aún así, afortunadamente hay resistencias: en el camino al Estadio Lusail veo cómo dos jóvenes rozan sus manos: por momentos sus meñiques se entrelazan y se sueltan, porque pueden ser vistos por alguno de los tantos policías y voluntarios del Mundial. Aquí es necesario pasar por filtros, filas y detectores de metal. Algo me tranquiliza y no: al parecer tanto occidente como en medio oriente la policía está muy bien entrenada para no escuchar, para ser tajantes y para no establecer diálogos. La universalidad de la policía como institución otorga la tranquilidad de que hay cosas que no cambian, como el sabor de una dona del Dunkin Donuts: que hay sabores hegemónicos, que hay instituciones hegemónicas y deleznables.
El penúltimo rezo acompaña mi camino al Lusail, un estadio descomunal al que pueden entrar 100 mil aficionados. Una belleza de acero dorado: figuras geométricas que forman flores y repeticiones como los mosaicos de Marruecos o Andalucía. Pareciera que es una versión refinada del arca de Noé en donde entraremos los seres primitivos a expulsar nuestras pasiones que bailan y se retuercen en nuestras entrañas. Yo pediría ser un león o una águila, pero seguramente sería un pez.
El estadio hace su trabajo, la afición hace su trabajo: en un primer tiempo en el que México no sólo contuvo a Argentina, sino que la colocó por momentos en peligro, los mexicanos opacábamos los cantos argentinos y no sólo eso: reaccionábamos al juego que Messi, Ángel Di María y compañía trataban de ensamblar. Nuestras voces resonaban tan fuerte que tal vez sus cuerpos se preguntaban por esas vibraciones que intentaban descolocarlos. Yo no soy analista, no podría explicar las razones del porqué Gerardo Martino planteó una alineación tan conservadora y contradictoria. Lo que sí puedo decir es que la Selección argentina y su afición estaban muy tensas porque podían quedar fuera en apenas el segundo partido y Martino y los jugadores no lo aprovecharon; salir a jugar con tanto respeto, se puede confundir con miedo y en el ring no se puede dudar.
Me pregunto cuántas veces he tenido oportunidades claras, juegos que tenía que enfrentar con determinación, decisiones de mi vida en las que dudé, en las que entré con miedo, en las que ni siquiera me presenté. De cuántas maneras dudé de mí y cuántas veces la tribuna que me quería ver triunfar se quedó con tristeza esperando.
El arrojo y el aliento prevalecieron hasta el primer gol: Messi mete un zurdazo raso al poste izquierdo de Ochoa y la mitad del estadio calla mientras que la otra mitad explota: “soy argentino, es un sentimiento, no puedo parar”, y en la cancha algunos jugadores mexicanos agachaban la cabeza y en la tribuna, el silencio era la traducción de la tristeza. No estamos templados, tenemos demasiada “humildad”: no tratamos de revertir situaciones difíciles, no buscamos ponerle el pecho a lo complicado. En su lugar callamos y nos volvemos contra nuestro propio equipo. No entendí el cambio de Alexis Vega ni de Hirving Lozano, mucho menos que haya sido por el Piojo Alvarado y por Raúl Jiménez y así como no entendí lo que pasaba en la cancha, tampoco lo que pasaba en la grada; esa grada que a veces da grandes alegrías, pero la mayoría del tiempo termino por detestar. Para el segundo gol la gente comenzaba a abandonar el estadio y no es que yo pensara que fueran a remontar, pero la alegría no es instantánea, el cariño se trabaja, el apoyo es una decisión. En el festejo todos están, pero en la derrota quedan pocos, y vivimos en un país en el que la derrota es nuestro cielo. Todos quieren la miel, pero no están dispuestos a cruzar el lodo.
En la cena todxs hablan de parados tácticos, de qué hubieran hecho, del fútbol mexicano, de cómo se le puede ganar a Argentina y cómo no, pero sobre todo, que estaban decepcinadxs. ¿Y cómo no? Venir a Catar implica demasiadas cosas que van desde lo material hasta el fuego misterioso que no pasa por la razón. Venir a Catar implica sacrificio, entrenamiento, deseo y esperanza. Ver perder a la selección de nuevo con Argentina en un Mundial es decepcionante, sí, y ya que me apropié la derrota, entonces me apropiaré de mi responsabilidad de salir de aquí de una manera distinta de como cuando llegué. Tal vez más valiente, tal vez más fuerte, tal vez más flexible, tal vez menos ingenuo, tal vez más esperanzado. Aún no lo sé, pero me niego a quedarme hablando de este partido sólo en su esfera táctica, sólo en su resultado.
En este año de las contradicciones me siento dolorosamente triste por la derrota, pero en plenitud y alegría por las nuevas geografías y la forma de llegar aquí, a un nuevo desierto. ¿Cuántas veces te pueden romper el corazón, de cuántas maneras? Hoy descubrí otra, una muy dolorosa y aún así, todavía queda desierto, todavía queda mar, todavía queda el partido del miércoles. Todavía hay juego y me niego a quedarme en la banca.