Hubo una intensa y profusa elaboración teórica
LA PINTURA MURAL Y EL DEBATE SOBRE LA INTEGRACIÓN DE LAS ARTES
La pintura mural fue objeto de una intensa y profusa elaboración teórica. En los manifiestos, en las entrevistas con la prensa y en el debate de los pintores hubo numerosas expresiones, a veces divergentes o hasta contrapuestas, acerca de sus características y límites. Este ejercicio de interpretación tomó fuerza en la medida en que los pintores sumaban tableros en distintos edificios públicos. Desde el primer momento, señalaron la subordinación de la pintura mural a la arquitectura. Al describir su mural recién concluido en el Anfiteatro Simón Bolívar, Diego Rivera lo explicó con claridad: “[…] dispuestas en amplia curva que sigue la catenaria, cuyos apoyos invisibles están en la intersección de los muros laterales y el techo del salón, cuatro figuras de pie […] El conjunto es una sola composición, y el ciclo de pinturas formando cuerpo con el edificio en sus tres dimensiones y durante todos los aspectos de sus diferentes partes, creará en el espíritu del espectador una dimensión más” (1).
Tiene mucha importancia una serie de artículos que Jean Charlot y David Alfaro Siqueiros firmaron unos meses después con el seudónimo de “Juan Hernández Araujo”, en la que enfatizaron el lugar de la estructura geométrica en la nueva pintura mexicana, además de exaltar su elaboración colectiva: “[…] la pintura llamada de caballete debe tener medios, intenciones y aspectos opuestos a la de una pared. La pintura de un cuadro es absoluta, es decir, no tiene relación alguna con arquitectura o medio material determinado. La pintura mural es subordinada, es decir, tiene que ser complementaria de la arquitectura siguiendo las proporciones modulares de la misma” (2). Ahora bien: en este momento temprano, Siqueiros y Charlot defendieron una visión tradicionalista de esta relación entre la pintura y la arquitectura: “Nuestra tradición pictórica mural es en su mayor parte colonial; todos los edificios decorables de México son de estilo arquitectónico occidental […] el pintor de muros que pretendiendo inventar un arte aisladamente autóctono se separa naturalmente de la importancia matriz (europea) que es el medio material sobre el cual trabaja, hará obra imperfecta” (3). Paradójicamente, el Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, documento que le dio identidad política a la pintura mural, no describió sus características con detalle: “Repudiamos la pintura llamada de caballete y todo el arte de cenáculo ultraintelectual por aristocrático, y exaltamos las manifestaciones de arte monumental” (4). El artículo de Charlot y Siqueiros marca un momento importante de reflexión que debe referirse a los murales de San Pedro y San Pablo, la Escuela Nacional Preparatoria y de la Secretaría de Educación Pública (SEP), donde fue notoria la voluntad de los pintores por dialogar con la arquitectura. Es de señalar que a veces se trataba de arquitecturas modificadas: tanto el Anfiteatro Simón Bolívar, como los patios de San Pedro y San Pablo y el edificio de la SEP habían sido objeto de modificaciones recientes.
En las décadas de 1930 y 1940 fue frecuente que los pintores elaboraran distintos textos programáticos sobre la pintura mural y sus características. Manifiestos, conferencias o artículos editoriales, estas reflexiones abundaron en la relación entre la pintura y la arquitectura. Así José Clemente Orozco publica, en enero de 1929, un manifiesto en la revista Creative Art de Nueva York, en el que equipara la arquitectura de Manhattan con las ruinas de la antigüedad clásica y americana. Aunque defendió el lugar de la pintura mural como arte americano por excelencia, asegurando que “sólo en esta forma [la pintura] es una con las otras artes”, se limitó a caracterizarla como una práctica “desinteresada, porque no puede hacerse de ella asunto de ganancia privada” (5). Casi dos décadas después, cuando fue celebrado con una exposición retrospectiva de homenaje en el Palacio de Bellas Artes, añadió más argumentos y explicó una paradoja: “Para pintar los muros de un edificio […] hay dos maneras de hacerlo […] a) Conservar la arquitectura. b) Destruir la arquitectura […] Las pinturas estáticas se identifican con lo que tiene de estático una construcción arquitectónica y obedecen más a las leyes de gravedad, parecen tener cimientos como el edificio mismo […] Las pinturas dinámicas están organizadas de tal manera que parecen cambiar completamente el mecanismo estructural del edificio […]” (6). También Diego Rivera se expresó en este sentido. En un artículo publicado en 1934 en una revista de arquitectura, aseguró que la pintura mural debía ser “[…] esencialmente constructiva, tanto en su organización plástica así como mediante los materiales que se utilizan (los cuales deben a su vez tener una relación homogénea con los materiales de construcción del edificio sobre cuyos muros vive la pintura)” (7).
Pero seguramente los textos más comprehensivos a este respecto fueron los de David Alfaro Siqueiros, a partir de su célebre conferencia en el Casino Español, “Rectificaciones sobre las artes plásticas en México”, en la que rechazó en forma sistemática el populismo de la política callista, que promovía una estética folclorizante, y aseveró que “la pintura mural es en primer término un problema de complementación arquitectónica […] Pintar en los muros por pintar en los muros, como si se tratara de pintar cuadros de grandes proporciones, es algo indudablemente grave para la calidad definitiva de la obra”. Un año después pronunció otra conferencia en el John Reed Club de Los Ángeles, en la que reiteró su convicción en el carácter político, pero también arquitectónico de la pintura mural, y además inició una larga reflexión sobre los materiales empleados en la misma, que lo llevó a defender el uso de materiales industriales modernos, como la piroxilina. No obstante, a principios de los años 30 Siqueiros pensaba que los muralistas debían emplear los colores con parsimonia: “La decoración exige el empleo de tonalidades simples y reducidas que no desgranen la unidad de los muros y, con éstos, del conjunto” (8). Esta forma de ver el problema se había hecho patente en el mural que pintó con Amado de la Cueva en la sala de discusiones de la Universidad de Guadalajara, Ideales agrarios y laboristas de la Revolución de 1910 (1925-1926), cuya paleta se redujo prácticamente al rojo y el negro. Ya algunos murales de José Clemente Orozco en la Escuela Nacional Preparatoria habían apuntado esa tendencia, que se agudizó en su ciclo mural de Guadalajara (1926- 1939), donde decoró importantes edificios públicos en los que con frecuencia restringió su paleta a los mismos colores: el rojo, el negro y el gris.
Pero estas ideas iban a cambiar radicalmente. En 1947, Orozco concluye la decoración exterior del auditorio al aire libre de la Escuela Nacional de Maestros, y de manera concomitante publica el texto ya citado en el que admite la posibilidad de una pintura mural que no se ajuste a la arquitectura, sino la contradiga. La construcción de Ciudad Universitaria, a principios de los años 50, propició un debate renovado sobre la integración entre la pintura y la arquitectura, a lo que contribuyó la publicación, por Siqueiros, de la revista Arte público. Asimismo, lo llevó a cambiar sus ideas sobre el color. Los murales en Ciudad Universitaria se elaboraron en espacios exteriores, sobre los muros de edificios cuya arquitectura era francamente modernista. No era la primera vez que ocurría, pero sí dio lugar a un intenso debate. Vicente Lombardo Toledano se burló: “Lo que los ojos ven es una especie de ‘tobilleras’ de mosaico pesado y deforme, con temas absurdos, en algunos edificios esbeltos y airosos” (9). No fue el único. El propio Juan O’Gorman, uno de los arquitectos de la Biblioteca Central y autor de sus mosaicos, entregó a Arte público un extenso ensayo sobre la crisis de las arquitecturas modernistas en el que aseguró que los murales en los edificios funcionalistas eran “como quien le pone los calzones o la corbata a un edificio” (10). Esos experimentos, advertía, tendrían poca consecuencia si no se intentaba que hubiera una integración genuina entre las decoraciones y los elementos arquitectónicos. En la misma publicación, y al contrario de lo que había hecho 20 años antes, David Alfaro Siqueiros defendió profusamente el uso de la policromía en los edificios: “Para mí, la forma tridimensional, cualquier forma tridimensional: objeto manual, escultura, casa, conjunto de casas, ciudad, etcétera, sin el color, sin color creado, es informe y, por lo tanto, inerte” (11).
Puede decirse que en Ciudad Universitaria se formuló un modelo que habría de ser emulado varias veces en la producción oficial: la pintura mural sería figurativa, didáctica, confluiría con los elementos constructivos y se realizaría en espacios exteriores. Aunque con bastantes dudas, la práctica y la teoría de la pintura mexicana incorporaron la policromía como parte de este ideal.
El pensamiento teórico sobre pintura y relieves integrados a la arquitectura a mediar el siglo XX mexicano, tanto en Ciudad Universitaria como en otros proyectos estatales detonó, más allá de los ataques y las disputas, la discusión sobre otras posibilidades para pensar y realizar un arte público. En el trayecto, se redefinió el movimiento de pintura mural iniciado en 1922. En ese contexto el concepto de integración plástica tuvo fuerte arraigo entre artistas figurativos y abstractos que tenían ideas distintas sobre la forma y la noción de lo temático. Una perspectiva de la época –que podríamos llamar moderna– aparece con claridad y entusiasmo en un artículo escrito por Mathias Goeritz sobre el Centro Urbano Presidente Juárez. Ese enorme multifamiliar fue uno de los proyectos estatales más logrados de su tiempo y fue construido al mismo tiempo (1950- 1952) que los edificios con pintura mural, mosaico o relieve en Ciudad Universitaria. La idea central de Mario Pani (quien estuvo involucrado en ambos proyectos) fue la combinación de una arquitectura inspirada en el funcionalismo de Le Corbusier con la colocación de murales exteriores de tendencia abstracta, que en este caso fueron encargados a Carlos Mérida. El pensamiento del artista guatemalteco sobre el porvenir del muralismo es desplegado por Goeritz en su artículo y escogió entre los diversos textos de Mérida aquellos que mostraban la voluntad de repensar el movimiento de pintura mural: “La pintura hay que fundirla en el cuerpo arquitectónico y no tomarla como mera ornamentación …un nuevo muralismo debe nacer … Arte del porvenir sin demagogias, ni oratoria, sin caligrafías políticas pero eminentemente universal. Arte para la masa, arte público para el goce emocional de todo el mundo, la vivienda, el auditorio, la escuela el teatro… tantas cosas más” (12).
Que el centro de estas reflexiones fuera Carlos Mérida ponía en evidencia una dispersión, incluso una división, en el movimiento mural. El pintor guatemalteco había sido el ayudante de Diego Rivera en la elaboración de sus primeros murales, pero el artículo de Goeritz ponía en evidencia que su colega había tomado un camino diferente al del autor de La creación. Los elementos que interesarían a Goeritz de la obra y los textos de este pintor serían el concepto de goce emocional, como un acercamiento diferente a la idea de lo político, para pensar la función primordial del arte como la capacidad de conmover y disfrutar; pero también la idea de una obra de arte total que reuniera, en el mismo objeto, las aportaciones de distintas artes. La reflexión tuvo consecuencias: en el año en que se publicó este artículo, Goeritz había empezado a diseñar el museo experimental El Eco con ideas que provenían del expresionismo y de la Bauhaus. Para esta obra, Goeritz realizó un alto muro en blanco al que superpuso un relieve en negro con caligrafías distintas; le puso por nombre Poema plástico, que hoy se encuentra en la Facultad de Arquitectura de la UNAM y es un ejemplo temprano de su incursión en la Poesía Concreta y forma parte de su idea de la fusión de las artes: “Construí este edificio [El Eco], sin planos exactos. En esta construcción, pintura, escultura y arquitectura eran una sola y misma cosa” (13).
El pensamiento artístico de Goeritz muestra afinidades con las ideas de Juan O’Gorman, quien tuvo a su cargo el diseño arquitectónico y pictórico de la Biblioteca Central. Con ello lanzó un concepto diferente de lo que entendemos por pintura mural: el uso de mosaicos de 12 colores con los que cubrió todo el edificio, acción que intentó borrar los límites entre pintura y arquitectura. En una entrevista a O’Gorman la cual realizarían los editores de la revista Espacios en 1953, el arquitecto y pintor definió su tarea mural y el concepto de integración plástica como un ideal ya presente en las iglesias bizantinas y las catedrales ojivales; en ellas observaba que “forma y color en la pintura y escultura, además de ser fragmentos organizados de la arquitectura servían para expresar de una manera directa y emotiva y a todos los que las contemplaban (desde el monarca hasta el último siervo) las ideas religiosas contenidas en el tema, las que a su vez eran la síntesis más alta de las formas culturales de la época” (14). Esto es algo que David Alfaro Siqueiros enfatizaría con tono parecido al inicio de su escrito de 1951: Cómo se pinta un mural: “En todos los periodos florecientes del arte, a través de la historia entera de las sociedades, la plástica fue INTEGRAL… Fue para decirlo con mayor claridad una expresión plástica simultánea de arquitectura, escultura, pintura, policromía etcétera. PLÁSTICA UNITARIA” (15).
En la década de los años 70 nuevamente la Universidad tuvo un importante liderazgo relacionado con el arte público desde una perspectiva distinta. Lo nuevo no ocurrió en el campo de la pintura mural, sino desde la escultura, en la que lo narrativo no ocuparía el esfuerzo de los artistas. En cambio, presentaba como contenidos ideas abstractas sobre la forma y la posible relación entre arte y ciencia. En ese sentido el Espacio Escultórico en el que participaron seis artistas (Helen Escobedo, Manuel Felguérez, Mathias Goeritz, Hersúa, Sebastián y Federico Silva) lograron reformular la fusión de paisaje y escultura que preocupaba a varios artistas ya mencionados, como O’Gorman, para quien la integración plástica no era posible sin tomar en cuenta el terreno donde se asentaba cada obra. La propuesta y su realización fueron un éxito en la medida en que se convirtió en un espacio público donde se realizaron funciones de ballet y de teatro. Es de interés observar que en algún evento dancístico el bailarín principal lanzó pintura sobre las rocas y se construyeron plataformas para permitir a bailarines y espectadores transitar dentro de la lava. Así el Espacio Escultórico es plaza, escultura habitable, y conjuga la inquietud por la redefinición del espacio con los significados rituales de los antiguos círculos de piedra. Puede considerarse una obra abierta en la medida que el enorme círculo negro de roca volcánica enmarcado por 74 módulos blancos de 3 x 4 metros enclavados en el Pedregal fue adquiriendo, a lo largo del tiempo, distintos significados estéticos y materiales.
Junto con el Espacio Escultórico surgió la obra individual de cada uno de los artistas involucrados. Una de ellas, La llave de Kepler, de Manuel Felguérez, ubicada en el llamado “Paseo de las Esculturas”, tiene relación con un relieve que instaló en el Auditorio Mario de la Cueva de la Torre II de Humanidades: El centro de las formas. Esta pieza de intensas tonalidades rojizas es un relieve escultórico que responde a la idea del artista, que en esta etapa de abstracción geométrica afirmará: “La creación es pura combinación de formas”. Su punto de vista a partir de este proyecto era contradecir la noción de los murales abstractos como propuestas meramente decorativas. Por lo contrario: para Felguérez se trataba de una reflexión sobre el sentido de las formas.
Las ideas de Carlos Mérida sobre el futuro del muralismo emitidas a inicios de los años 50 en parte se cumplieron. Una de ellas fue la iniciativa de no identificar estas obras con el concepto de decoración. La necesidad de la fusión entre las artes fue otra de las propuestas que se afianzaron en el programa artístico de los murales en Ciudad Universitaria. Esto puede verse en el aspecto teórico y en la práctica artística en los que abundó la pregunta sobre cómo definir un mural y como pensar el futuro del muralismo. La celebración de los 100 años del muralismo ha sido una ocasión para pensar de nuevo los contenidos y las distintas iniciativas presentes en la heterogeneidad del programa mural. El paso del tiempo dio lugar a nuevas propuestas y obras que la Universidad acogió con la conciencia de que la historia, la creación artística y el conocimiento están sujetos a un proceso dinámico.
Una parte de las fuentes citadas puede encontrarse en facsímil en el sitio “Documents or latin American and Latino Art”, International Center for the Arts of the Americas at the Museum of fine Arts, Houston, https://icaa.mfah.org/s/es
- Diego Rivera, Textos de arte, Xavier Moyssén, ed. (México: Instituto de Investigaciones Estéticas- UNAM, 1986), 49.
- Juan Hernández Araujo, “El movimiento actual de la pintura en México” [2], El Demócrata, México, 19 de julio de 1923, 3.
- Juan Hernández Araujo, “El movimiento actual de la pintura en México” [5], El Demócrata, México, 2 de agosto de 1923, 3.
- Raquel Tibol, ed., Palabras de Siqueiros (México: Fondo de Cultura Económica, 1996), 24.
- José Clemente Orozco, Textos de Orozco, ed. Justino Fernández y Teresa del Conde (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1983), 440.
- Orozco, Textos de Orozco, 79.
- Diego Rivera, “Arquitectura y pintura mural”, en Diego Rivera. Textos de arte (México: El Colegio Nacional, 1996), 195.
- Orozco, Textos de Orozco, 48–78.
- Vicente Lombardo Toledano, “La Ciudad Universitaria y las Artes Plásticas”, Hoy, México, 8 de octubre de 1952, 10.
- Juan O’Gorman, “Abstracción y realismo en la arquitectura de hoy en México”, Arte Público, México, núm. 1, febrero de 1953, 16.
- David Alfaro Siqueiros, “Cometido de la pintura en la integración plástica”, Arte Público, México, núm. 1, febrero de 1953, 4.
- Mathias Goeritz, “La integración plástica en el C. U. Benito Juárez”, Arquitectura México, núm. 40, diciembre de 1952, 419-425. Raíces Digital, a https://fa.unam.mx/editorial/wordpress/wp-content/Files/raices/RD06/REVISTAS/40.pdf#page=75, consulta el 24 de octubre de 2022. El multifamiliar fue destruido parcialmente debido a los temblores de 1957 y 1985.
- Mathias Goeritz, “Sin título”, Aujourd’hui art et architecture, Boulogne, núm. 53, mayo, junio de 1966, 97 [Traducción al castellano de María Leonor Cuahonte Rodríguez, publicado en Leonor Cuahonte, Los Ecos de Mathias Goeritz (México: Instituto de Investigaciones Estéticas-UNAM, 2007), 76.]
- Juan O’Gorman, “3 Preguntas a Juan O’Gorman”, Espacios, México, núm. 14, marzo, 1953, 14. https://fa.unam.mx/editorial/wordpress/wp-content/Files/raices/RD13/revistas/espacios_14.pdf#page=19
- David Alfaro Siqueiros, Cómo se pinta un mural (México: Ediciones Taller Siqueiros, 1979), 11.