La violencia histórica contra las mujeres
En el inicio de Las bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso relata un mito: Sobre la grupa de Zeus, disfrazado de toro, Eros coloca a la bella Europa para cruzar el mar; muchos testigos contemplan el rapto, inclusive Atenea. Al terminar de leer, surge la idea de que la mitología griega es la historia de una eterna violación: como si las mujeres fuesen reiteradamante vícitimas de la historicidad en esas narrativas de origen construidas sobre un cuerpo femenino violado. Me remonto a una de las explicaciones más visitadas de la violencia contra las mujeres, con ella se construyeron mitos poéticos, referencia obligada de nuestra cultura occidental y, sin embargo, emblemas de esa “capacidad de aceptación y obediencia que mostramos los seres humanos frente al orden establecido, con sus parámetros de dominación, sus derechos, sus privilegios y sus injusticias perpetuadas fácilmente, como sucede con La dominación masculina”, título de una obra de Pierre Bourdieu.
Menciono otro libro, el de Nicole Loraux, Maneras trágicas de matar a una mujer. Habla de las heroínas de la tragedia griega cuya muerte es sólo narrada, como si el hecho mismo “de matar a una mujer no pudiera confiarse más que a las palabras, como si sólo las palabras pudieran hacerlo con decoro”. Muchas heroínas recurren al suicidio. En la tragedia, la forma de muerte reservada a las mujeres es la horca, una marca de infamia, de vergüenza, como la elegida por Yocasta, casada con su propio hijo. Para la mujer, la sangre es cotidiana; al morir debe evitar derramarla y suspenderse en el aire, estrangulada. El hombre muere en la batalla, escindido por la espada y virtiendo su sangre: “Jamás un hombre elige colgarse, aunque alguna vez lo pensara, siempre en la tragedia griega, un hombre se mata como hombre. Para una mujer, en revancha, la alternativa queda abierta: buscar en el nudo de una cuerda un final bien femenino o apoderarse de la espada −como Deyanira− para robarles a los hombres su forma de morir… Libertad trágica de las mujeres, la libertad en la muerte”.
Las bellas narraciones que disfrazaban la violencia les concedían a las mujeres un lugar en la poesía y su genealogía remontaba a la época de una fundación: explicaba un origen. No es un atenuante, es una verificación. Los asesinatos de mujeres actuales son quizá, si puede decirse, aún más violentos: las asesinadas no alcanzan un lugar ni en la historia ni en el mito y son despojadas aun de su posiblidad de iniciar su propia genealogía.
Efectivamente, cada día que pasa ese dato se comprueba con mayor contundencia: los asesinatos de mujeres ocurridos de manera sistemática hace varios años en Ciudad Juárez, narrados y denunciados hace tiempo con gran sobriedad y eficacia por Sergio González Rodríguez en su libro Huesos en el desierto siguen produciéndose con la misma regularidad ¿No declaró hace años un funcionario de esa localidad, “las mujeres en Ciudad Juárez no corren peligro, siempre y cuando tomen las medidas de precaución necesarias ya que actualmente son muy confianzudas? Deben siempre acompañarse por un familiar mayor de edad, sobre todo durante la noche y denunciar cualquier anomalía.”
Subrayo la flagrancia del adjetivo “confianzudas”; señalo otra anomalía: no se trata de denunciar cualquier hecho insólito −aunque este tipo de delitos no son de ninguna manera insólitos−, lo más grave es que para los encargados de vigilar el orden “no pasa nada”, y las mujeres deban circular custodiadas como bajo estado de sitio, una confirmación de que en muchas regiones del país no existe el estado de derecho.
En el verano de 1995 se produjo el descubrimiento de tres cuerpos encontrados en un tiradero, los describe González Rodríguez: “… estaban semidesnudas. Boca abajo y estranguladas. Vestían ropa análoga: playera y pantalones vaqueros. Eran delgadas, de piel morena y cabellos largos”. El comentario del entonces vocero de la Policía Judicial del Estado reitera en versión especular la escandalosa respuesta de aquellos funcionarios nominados para resolver los crímenes, respuesta por lo demás tan sistemática en su cinismo como la reiterada identidad de las víctimas, aunque de repente aparezcan algunas que confirmen por su carácter excepcional el peso de la regla.
Víctimas y funcionarios acaban siendo semejantes entre sí: aparecen, desaparecen, reaparecen. Aunque los cuerpos y los nombres cambien, se diría que se trata de una cadena de relevos, en realidad, una especie de clonación infinita, reproduce las funciones que juegan en esta macabra tragedia los cuerpos. Por otro lado, los cuerpos de funcionarios policíacos substituidos en su criminal ineficacia por otros cuerpos cuya ineptitud vuelve a reiterarse con las mismas palabras, cuerpos diferentes con voces diferentes convertidos en suma en un mismo cuerpo y en el eco de una sola voz. Para comprobarlo cito unas palabras al azar proferidas por un funcionario; deletrean claramente su cinismo: “La seguridad de Ciudad Juárez está garantizada por mi dirección, y negar lo contrario provocaría una psicosis y la situación se agravaría aún más…Si corremos la voz de que hay peligro, los inversionistas y el turismo saldrían huyendo y eso sería como estarnos traicionando. No podemos ser tan extremistas, en Ciudad Juárez no pasa nada, para eso estoy yo”.
Los asesinos, los violadores así como las más altas autoridades del país manifiestan en su anonimato y en su indiferencia criminal el desprecio infinito que sienten por el cuerpo –¿prescindible?– de la mujer.
*Doctora Honoris Causa y Profesora Emérita