La Universidad, signo de civilización
Cuando, en 1910, Justo Sierra organizó la Universidad Nacional de México, ésta era una necesidad de civilización para el país. Las condiciones de la vida intelectual mexicana exigían un centro de coordinación, de difusión y de perfeccionamiento: no más capillas, no más labor aislada y secreta, ajena por igual al estímulo y a la censura, no más desconocimiento de valores, no más olvido inconsulto de las tradiciones, no más desorientación.
Dos influencias combinadas formaron la Universidad de México: la francesa, representada por Justo Sierra, y la alemana, personificada por Ezequiel A. Chávez.
Siguiendo la primera se incorporaron a la institución las escuelas de Jurisprudencia y de Medicina, y las de Ingeniería y Arquitectura –en Francia éstas no formaban parte de la Universidad–. Además, de acuerdo con la tradición medieval de la facultas artium, se sumó la Escuela Preparatoria.
A la tendencia alemana se debe la creación de la Escuela de Altos Estudios y la incorporación de los planteles de investigación (institutos Médico, Patológico, Bacteriológico, Geológico; observatorios Meteorológico y Astronómico; Museo de Historia Natural; Museo de Arqueología, Historia y Etnología) y aun otros centros menos activos.
Las reformas emprendidas por la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes en los últimos meses, de las cuales se ha separado de la Escuela Preparatoria, se inclinan más a las ideas alemanas que a las francesas.
Entre los propósitos con que nació la Universidad Nacional de México (y que constan en su Ley Constitutiva) se hallaba la extensión universitaria. Fundada ya la Universidad Nacional, en su Consejo se presentaron y discutieron proyectos extensivos, llevándolos hasta sus últimos pormenores… menos la ejecución. Fuera del mundo oficial, y con el franco propósito de no pedir ayuda gubernativa, el Ateneo de México instituyó en 1912 la Universidad Popular Mexicana. El escritor Pedro González Blanco propuso la idea de la asociación fundadora.
Los efectos de la Revolución
A la solemne inauguración de la Universidad Nacional, en septiembre de 1910, siguió el movimiento revolucionario encabezado por Francisco I. Madero. A partir de entonces, la Universidad se vio ligada, en buena medida, a las vicisitudes del conflicto armado.
Por momentos pudo estar ajena a los acontecimientos nacionales, lo cual constituyó un beneficio; pero en ocasiones la perjudicó, pues los grupos revolucionarios al no obtener colaboración de su parte, la criticaron y hasta la hostilizaron.
El primer rector de la Universidad, el abogado Joaquín Eguía Lis, recibió la institución en momentos difíciles y tuvo una cualidad clave para esos momentos de cambio: la prudencia, que le evitó a la Universidad un buen número de conflictos, aunque por instantes ignoró la realidad histórica para dedicarse a lo estrictamente académico, con lo cual se hizo vulnerable a no pocos ataques.
La Universidad Nacional fue un proyecto que se gestó en el Porfiriato, y durante la Revolución no pocas instituciones porfirianas fueron destruidas o criticadas. En este sentido, la actitud del primer rector fue exitosa, pues preservó casi inalterada la institución de origen porfiriano.
Los años de trabajo de Joaquín Eguía Lis se extienden hasta 1913, y se centran en aspectos internos de la institución. Resalta desde un primer momento la amplia participación de los órganos e instancias propiamente universitarios, que operaron con buena dinámica dentro del marco reglamentario con que había sido creada. La Universidad marchó con seguridad e institucionalidad. Su ley operaba, y por ello trabajó y subsistió a pesar de las muchas contingencias.
El Consejo Universitario de esos años, de heterogénea composición, pudo llevar a cabo una razonable tarea. Según relata el propio Eguía Lis en su ensayo titulado: Informe del Rector de la Universidad Nacional de México, las labores no fueron interrumpidas y la Universidad desarrolló sus cursos y actividades culturales con buen éxito. Se realizaron, sin embargo, sólo cuatro sesiones ordinarias y dos extraordinarias en el Consejo, lo cual sí resulta ser un tiempo muy limitado para discutir los problemas de tan compleja institución.
En cuanto a los ataques sufridos, muchos de ellos tenían raíces porfirianas, pero otros se dieron aprovechando la coyuntura política del momento. Así, por ejemplo, hacia 1912, a raíz de un conflicto aparentemente simple que se suscitó dentro de la propia Universidad en la Escuela de Derecho, la Universidad Nacional sufrió la separación de un numeroso contingente de estudiantes y maestros.
Sin duda alguna, una de las críticas frecuentes que se le hicieron por entonces a la Universidad fue la de no haber participado abiertamente en favor de la Revolución maderista. Sin embargo, la brevedad y rapidez con que se dio este movimiento que derrocó al viejo régimen prácticamente impidió cualquier toma de posición de la Universidad en relación con el conflicto.
En 1912, huelga en Derecho
Siendo director de la Escuela de Jurisprudencia en 1912 el revolucionario y universitario Luis Cabrera, estalló un conflicto entre los estudiantes y la dirección de la Escuela. Inicialmente el enfrentamiento se dio por la agresiva protesta que un grupo de alumnos, encabezados por Ezequiel Padilla, lanzó en contra de Cabrera, por la implantación de una serie de «reconocimientos» que afectaban seriamente los intereses del gremio estudiantil.
Según reseñan algunos periódicos, Cabrera, quien posteriormente se adhirió al carrancismo, había desafiado abiertamente a los estudiantes de la Escuela que protestaran. Cabrera, según las mismas fuentes, afirmaba no tener miedo a la respuesta de los alumnos en virtud de que la medida tomada no sólo era adecuada, sino también apegada a las normas universitarias y a sus facultades de director.
Los estudiantes organizaron un comité de huelga dirigido por Ezequiel Padilla. Como primera resolución, organizó una manifestación por las calles de Coyoacán para protestar por los «reconocimientos» impuestos.
El conflicto, que parecía no tener importancia, adquirió fuerza al recibir los estudiantes apoyo económico y moral por parte de personas con influencia que les daban la oportunidad de hacer una nueva escuela de leyes de acuerdo con una proyección diferente. Sin embargo, antes de que se diera la separación, el movimiento de huelga pasó por varias etapas. Desde la clausura de la Escuela hasta la entrevista con el presidente Francisco l. Madero.
Nuevas presiones y ambiciones hicieron que un grupo de personalidades, la mayoría miembros del Colegio de Abogados, abrazaran la causa estudiantil y la fortalecieran para una posible separación. Para el mes de julio, la escisión era un hecho, y aunque muchos afirmaron que el conflicto estaba dirigido por miembros reconocidos del Partido Católico que desde 1881 se había opuesto sistemáticamente a la Universidad Nacional, gran parte de los alumnos aceptaron las proposiciones separatistas.
En un principio se programó para el día 19 de julio lo que habría de ser la fundación de una Escuela Libre de Derecho; pero no se llevó a cabo sino hasta el día 24. Desde los primeros momentos de su apertura, la citada Escuela contó con maestros de gran tradición conocidos por sus dotes académicas. Entre ellos, Antonio Caso, Luis Elguero, Carlos Díaz Fufoo, Miguel Macedo, José Natividad Macías, Jorge Vera Estañol, José María Lozano, Emilio Rabasa, Eduardo Pallares, Demetrio Sodi y otros más.
Así, el pequeño conflicto iniciado por las divergencias entre estudiantes y autoridades de la Universidad Nacional produjo la separación de un fuerte grupo de universitarios que por razones políticas, académicas, y hasta de conveniencia circunstancial, pasaron a crear una escuela profesional de derecho con muy buenos profesionales y funcionarios. Pero que también se habría de erigir, por su origen y su configuración, en un ejemplo de divisionismo que causó a la Universidad fuertes problemas cuando apenas iniciaba su vida institucional.
Nuestra Universidad, acabada de organizar y sometida a las leyes mexicanas, que la obligaron a ser neutral y laica, no puede ser enemiga de ninguna idea ni de ninguna ciencia, antigua o moderna.
Menos puede la Universidad, dotada por la ley de poder autónomo, ser una tiranía. La tiranía sobre la instrucción pública puede ejercerla, aunque sin derecho, el Estado; y de eso trata de librar a la Universidad (vale la pena repetirlo) su Ley Constitutiva. Mal puede ser tiránica una institución que, como la Universidad, se gobierna, a la vez que por la Rectoría y por las direcciones de las Escuelas, por el Consejo Universitario, por las juntas de profesores, y finalmente, hasta por los alumnos, representados, tanto en el Consejo como en las juntas, por los delegados que la ley les permite elegir.
Cuando el ideal de nuestra Universidad se realice, ella será una entidad autónoma dentro del gobierno de la nación: su única relación con éste deberá ser, con el tiempo, el subsidio que se le dé, ya que entre nosotros no puede esperarse que los particulares doten a las instituciones de cultura con fondos que les permitan subsistir por sí solas. El ideal de la Universidad, el ideal de toda enseñanza, es la libertad absoluta respecto del poder público que no es, que no puede ser, que no tiene derecho a ser autoridad docente; pero entre nosotros no es fácil suponer que pueda prescindirse de la ayuda oficial en materias de instrucción y, por tanto, nuestro deber es procurar que la Universidad funcione por sí sola tan eficazmente, que su alteza y majestad sean bastantes a imponer respeto a todo gobierno, hasta que llegue a conseguir su autonomía plena.
Entonces la Universidad no será una tiranía: será lo que hasta ahora ninguna institución ha llegado a ser entre nosotros: un centro libre de cultura superior, encaminada al perfeccionamiento de la sociedad mexicana.
La Universidad será entonces un monumento a la ciencia, a cuyo lado velará, tendiendo sus alas, el ángel de la libertad.
México, 5 de diciembre de 1912.
Cuestionan diputados la vida de la Universidad
Todavía era rector Joaquín Eguía Lis, cuando en noviembre de 1912, la legislatura maderista discutía una petición formulada por la llamada Confederación Cívica Independiente, en el sentido de que se suprimiera la Universidad Nacional «y su hija legítima, la Escuela Nacional de Altos Estudios».
Miembro de esta organización era el célebre discípulo de Barreda, Agustín Aragón, y otros más que ya desde 1910 veían con malos ojos a la Universidad, en la medida que ésta aceptaba la especulación metafísica y no se ceñía a la más rancia tradición positivista. Lo asombroso del caso es que esta petición había sido formulada originariamente ante la XXV Legislatura en pleno porfiriato, y ahora era todavía tomada en consideración por el nuevo régimen.
Fuentes para el estudio de este conflicto son el Diario de los Debates del jueves 21 de noviembre de 1912, que relata íntegramente el conflicto, y la obra autobiográfica del entonces diputado Félix F. Palavicini:
«Los suscritos, miembros de la Confederación Cívica Independiente, agrupación de ciudadanos que sólo persiguen el bienestar y la tranquilidad de la patria, ante ustedes respetuosamente exponen: que siendo contrarias a nuestra organización social y a nuestras más ingentes necesidades colectivas la llamada Universidad Nacional de México y su hija única y legítima, la Escuela Nacional de Altos Estudios… ya que como su propio fundador lo dijo no responden a exigencia alguna y lo que sí es urgente es ampliar los alcances de la educación primaria… esperamos señores diputados, que ustedes tomarán, en bien del interés social, las medidas que juzguen necesarias para evitar que subsistan estas instituciones no sólo inútiles sino nocivas a la sociedad mexicana…»
La petición, un tanto injustificada del citado grupo positivista, fue transmitida directamente al diputado Palavicini para que se encargara de redactar un dictamen que posteriormente sería discutido. El «acuerdo económico» que sugirió el congresista fue favorable a la Universidad. Decía éste: «Único. Dígase a los señores Agustín Aragón, Horacio Barreda, L. Pérez Castro y socios que no hay lugar a lo que solicitan».
Por las memorias de Palavicini se sabe que algunos otros personajes también defendieron –sin ser diputados– esta resolución. Palavicini cita la labor de Alfonso Pruneda, a la sazón director de la Escuela Nacional de Altos Estudios, y del biólogo Alfonso L. Herrera, quienes fueron de los pocos universitarios que defendieron a la institución. “Por aquellos días ni el profesorado ni los alumnos de la Universidad dieron señales de vida. La Revolución no llegaba todavía a ellos y no habían despertado aún del marasmo dictatorial”, aseguró Palavicini.
Otro de los puntos de interés que se extraen del mismo debate, al centrarse éste en la conveniencia de sostener a la Escuela de Altos Estudios –luego Facultad de Filosofía y Letras– es el relativo a la petición de autonomía que el diputado chiapaneco Lisandro López hizo en favor de las escuelas universitarias.
En esa ocasión, el congresista propuso también la desaparición de la Escuela de Altos Estudios, que finalmente fue salvada al ligar su destino al de la Universidad. Decía en una forma un tanto confusa el diputado en cuestión: «Yo no me opongo a que subsista la Universidad; por el contrario, que subsista; pero que se le concedan todos sus derechos, toda su autonomía, para que las escuelas puedan dar óptimos frutos. Para que seamos justos, reformemos nuestras escuelas secundarias; pero suprimamos, por inútil, la Escuela de Altos Estudios, porque nos divaga y no deja conceder más atención a las escuelas profesionales, que tanto la están mereciendo».
El principal equívoco del legislador, como se puede ver, residía en la defectuosa y hasta arbitraria distinción entre las escuelas profesionales y la de Altos Estudios. En fin, la Universidad, gracias a una serie de personas pudo conjurar un ataque que, si bien nunca fue realmente peligroso, sí hizo ver a los universitarios que el combate apenas se había iniciado.