Mujeres que importan
Por encima de nuestro género, debemos ser consideradas como cuerpos únicos, con narrativas propias que debemos compartir a través de las generaciones, escribe Rosa Beltrán académica de la UNAM, escritora, miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y Directora de Literatura de la UNAM.
Antes, yo pensaba que escribir era tan sólo contar la historia de la vida privada teniendo como marco la historia grande, es decir, la historia que se escribe con H mayúscula. Antes, yo pensaba que escribir era una forma de gestualizar y de moverme, un modo de hablar y de desear lo que como niña primero y luego como mujer me estaba permitido, pero en ese entonces entendía que ser mujer era sobre todo un modo de no hablar, un modo de no intervenir en las conversaciones aunque estuviera interviniendo.
Muy pronto, me di cuenta de que escribir es habitar un cuerpo capaz de migrar de su condición inicial, siendo hombre y mujer, y es resistir a la tentación de resolver esta discrepancia o cualquier otra. Escribir es poder disentir, es poder decir no. Y ser Ana Karenina y arrojarse y no arrojarse bajo las vías del tren. Escribir es ser el Quijote y soñar sueños imposibles o prohibidos. Es ser un alma sin género, un alma degenerada y desde ahí explorar los límites del conocimiento, como quiso Sor Juana. Escribir es un acto radical.
Pero escribir no te exime de vivir desde una sexualidad y un género y menos aún desde la conciencia de que es como mujer como serás vista y como serás leída. Por ser mujer tu cuerpo ocupará un papel central en tu vida. No obstante, toma años aprender que decir mujer es casi no decir nada, que es apenas un atisbo. Lo dije cuando me otorgaron el Premio Sor Juana en 2011 y me pidieron un discurso donde hablara sobre “mujeres”: No es lo mismo ser mujer en la sierra de Oaxaca que ser mujer en Oslo. No es lo mismo ser la niña de los ojos de papá que ser la niña mazahua que tiene que ganar la calle. Y no obstante hay un elemento que compartimos todas. Una genealogía que hizo que nuestras madres se atrevieron a algo que en cambio tuvieron que aceptar nuestras abuelas y que a su vez las abuelas se negaran a algo que tuvieron que acatar con docilidad las bisabuelas. Ese algo fue, es, la interpretación de un cuerpo.
Espacio de placer, pasión, deseo, sitio de la concupiscencia, la mujer ha sido, es, la percepción del uso del cuerpo para otros. Pero el cuerpo -el tuyo, el mío, el de todos- no es un cuerpo que se pueda definir de una sola vez y para siempre, es un cuerpo que se hace y se deshace mediante actos específicos.
En varios escritos he hablado de un caso ocurrido en México que me pareció notable, por terrorífico: el tribunal que juzgó a Yakiri Rubio Rubio, la joven encarcelada el 9 de diciembre de 2013 por el asesinato de su agresor sexual, resolvió que “se había cometido un homicidio en legítima defensa con exceso de violencia” así que el proceso penal en su contra, se dijo, no la exime. El Juez 68 de lo Penal se declaró incompetente del caso y los magistrados coincidieron en que “Yakiri se defendió, pero su defensa fue excesiva”. Yo me pregunté entonces lo mismo que seguramente te preguntas tú: ¿Cómo puede alguien defenderse en una violación de forma mesurada? ¿Qué quiere decir en este caso “violencia excesiva”? Pero, más importante aún: ¿con qué derecho se juzga ahora a esta mujer sólo como un victimario cuando la defensa de Yakiri ocurrió por ser ella la víctima? ¿Cuándo es conveniente pensar a una mujer como un sujeto sin género y no como fue vista por su agresor, es decir, como una categoría?
Situaciones como la venta de niñas indígenas tzotziles, tzeltales, zoques, triquis y de otras comunidades, como las que denunció Nadia Maciel Paulino, indígena nahua, quien explicó que en el comercio “una niña entre más pequeña vale más, conforme va creciendo vale menos y si tiene estudios vale aún menos” nos obligan a pensar en el momento en que una mujer es expropiada de su cuerpo y en ese otro en que el establishment médico, social o jurídico decide volver a conformarse con la idea histórica de la mujer para su conveniencia propia y sus fines.
Algunos momentos históricos también nos obligan a pensar en lo que el poder de un gobernante puede hacer contra un cuerpo y el modo en que puede determinar la percepción de ese cuerpo hasta volverla realidad. Las declaraciones del mandatario de los EU, Donald Trump, apenas tomó la presidencia, en torno a lo que puede hacer con una mujer si lo desea han reafirmado las reacciones machistas en todo el mundo. No sólo sus simpatizantes sino quienes en occidente tenían que renunciar a formas de abuso sujetas a la legalidad, encontraron de pronto una razón para pasar por alto los siglos de lucha de las mujeres por obtener sus derechos humanos elementales. Frente a algunas de las frases más cimbrantes en los carteles de las distintas marchas de las mujeres, desde “Quiero vivir”, “las mujeres somos seres humanos también” hasta la famosa en México de “#Ni una más” implicando la negativa de las mujeres a ser asesinadas o a que otras sean asesinadas por el simple hecho de ser mujeres, las frases del mandatario del país más poderoso de la Tierra y los hechos ocurridos en los últimos años a las mujeres por el simple hecho de serlo, indignan, sorprenden, nos duelen, nos aterran. Varias de estas frases de odio hacia las mujeres recorren el mundo y seguirán haciéndolo a través de las redes sociales por un tiempo, provocando distintas reacciones. La pregunta es ¿por qué?
El cuerpo –el tuyo, el mío, el de todas—no es un cuerpo que se pueda definir de una sola vez y para siempre, es un cuerpo que se hace y se deshace mediante actos específicos.
Leer y escribir ha sido pensar críticamente en mi cuerpo y en el cuerpo de otros. Pensar que por encima de los cuerpos hay normas sociales que conllevan deseos que no se originan en nosotros pues quieren pensarnos a veces sólo y exclusivamente como mujeres y evitar pensarnos, en cambio, como diría Judith Butler, como cuerpos que importan. “Géneros alterables, transitorios y susceptibles de ser subvertidos”. Historias individuales. Existencias que no están decididas por el género sino cada día mientras estamos vivas en proceso de construcción y reconstrucción, y en contextos específicos.
Leer y escribir desde este cuerpo ha sido también pensar en cómo se ha construido nuestra identidad, es decir, pensar qué hemos sido y qué somos desde la percepción de otros. Las primeras formas de representación de las mujeres coinciden en visualizarla como una criatura temible.
Desde la Biblia y hasta la Alta Edad Media, la mujer es origen del pecado, sujeto de temor, de sospecha, En el siglo XII llega el cambio radical con la invención del amor cortés que transforma sensibilidad y modales pero sobre todo que cambia la percepción de las relaciones entre hombres y mujeres. En La tercera mujer, Gilles Lipovetsky explica cuáles son las variantes del comportamiento entre unos y otras:
«La misma palabra “amor” –escribía Nietszche–significa dos cosas diferentes para el hombre y para la mujer.» En ella, el amor es renuncia, fin incondicional, «entrega total en cuerpo y alma». No ocurre en absoluto lo mismo con el hombre, que quiere poseer a la mujer, tomarla, a fin de enriquecerse y acrecentar su potencia de existir: «La mujer se da, el hombre se potencia con ella.» Simone de Beauvoir ha escrito sobre la disyunción sexual de los roles pasionales, sobre la desigual significación que el amor tiene para uno y otro sexo. En el hombre, el amor no se da como una vocación, una mística, un ideal de vida capaz de absorber la totalidad de la existencia; es más un ideal contingente que una razón exclusiva de vivir. Muy diferente es la actitud de la mujer enamorada, que sólo vive para el amor y piensa únicamente en el amor; toda su vida se construye en función del amado, único y supremo fin de su existencia. Madame de Staël escribió: «Las mujeres sólo existen por el amor, la historia de su vida empieza y acaba con el amor.» Aunque Simone de Beauvoir aclaró que en la vida de las mujeres, el amor ocupa con frecuencia un lugar mucho más restringido que los hijos, la vida material o las ocupaciones domésticas. No por ello resulta menos cierto que raras son las mujeres que no han soñado con el «gran amor», raras las que, en un momento u otro de su vida, no han expresado su amor por el amor. En la mujer se confirma una necesidad de amar más constante, más dependiente, más devoradora que en el hombre. De ahí la desesperación femenina ante la vida sin amor.
¿Será?
Porque esto, asentado hace apenas unos años, en la segunda mitad del siglo XX empieza a sonar anacrónico.
La tercera mujer, de Gilles Lipovetsky, es un recorrido más o menos preciso por la representación de la mujer occidental como un cuerpo uniforme. En este libro se prueba cómo desde hace siglos, y cada vez más a partir del XVIII, la mujer es valorada como ser sensible destinado al amor; representa la encarnación suprema de la pasión amorosa, del amor absoluto y primordial. Pero a partir del siglo XX y más en el XXI las cosas han empezado a cambiar.
Es obvio que hay un largo camino entre estas representaciones de la mujer y las actuales; entre las Emma Bovary y las Anna Karenina del siglo XIX, entre Monja, casada, virgen y mártir o María, de Jorge Isaacs y las protagonistas del siglo XX. Hoy día son muchas las obras donde las mujeres se reapropian de antiguas narrativas para reinterpretarlas. Pero a veces, son también los hombres quienes lo hacen y vuelven a sentar las bases del nuevo modelo de mujer con el que las propias mujeres se identifican.
Citaré por último dos casos que me encanta traer a cuento siempre que se habla de mujeres y su representación. Me encanta traerlas a cuento porque a pesar de las enormes escritoras que hoy existen y a pesar de los modelos disruptivos en las representaciones de sus protagonistas, las “personajas” construidas por algunos hombres siguen haciendo suspirar a la mayoría de las lectoras, embelesadas con estos modelos masculinos.
Pensemos en la heroína de la famosa trilogía Millenium del escritor sueco Stieg Larsson. El modelo de mujer que propone en sus tres entregas (la cuarta es una entrega póstuma) fascina tanto a los lectores como, y sobre todo, a las lectoras. La protagonista de Los hombres que no amaban a las mujeres, Lisbeth Salander, es un nuevo prototipo de mujer. “Turbadora, incontrolable, socialmente inadaptada, con todas las partes del cuerpo tatuadas o bien perforadas por piercings. Todo esto hace de ella una suerte de proscrita, de réproba social. Pero pese a haber sido víctima del abuso de los hombres tiene “extraordinarias cualidades como investigadora, entre ellas una excelente memoria fotográfica y un extraordinario dominio informático que le permitirán encontrar lo inencontrable, es decir, le permitirán ejercer la justicia por su propia mano y hacerlo como si dijera “un dos tres por mí y por todas mis compañeras”.
Vale. En un primer momento, no está mal. Pero hay otras protagonistas escritas por hombres que representan el modelo contrario. Y ambos son leídos con la misma fascinación. El libro superventas de editorial Random House Mondadori es un libro que ofrece una visión de la mujer anacrónica y para algunas lectoras como yo, inconcebible y casi indignante. Cuando le pregunté a Roberto Banchic cómo habían elegido publicar 50 sombras de Grey y si sabía del éxito comercial que tendría este bodrio, me contestó: “es un libro que pasó con 10 de calificación el escandallo”. Me explicó que el escandallo es una suerte de examen que se aplica a los libros donde se toman en cuenta muchos factores, entre ellos el tipo de lector al que están destinados y la repercusión que el libro tendrá para sus lectores. “Era fácil preveer el éxito de las 50 sombras”, me dijo. “¿Por qué?”, pregunté. “Porque iba dirigido a las mujeres lectoras y porque responde a una fórmula predecible que les fascina: “Batman se coge a Cenicienta”.
Las ideas, los libros, afectan percepciones y emociones; determinan formas de vida y conducta. Las palabras que acompañan o no las acciones de un gobierno también. Y por esto, en este día 8 de marzo, ante ustedes que han asistido a cualquier marcha en favor de las mujeres; que han participado en cualquier foro donde se propongan pensar a las mujeres desde un lado inexplorado; útil; iluminador; ustedes, que han leído a la gran cantidad de autoras que hoy escriben de modo portentoso, no sólo las Carson Mc Cullers, las Flannery O´Connor, las Virginia Woolf, las Bronte, sino que se han atrevido a explorar en las librerías lo que escriben las autoras en otras lenguas y en la nuestra, sobre todo en la nuestra, a las autoras vivas y en plena producción con la intención de disentir, con la intención de decir “no”; ante ustedes, estudiantes, profesoras, investigadoras, administrativas, empleadas de cualquier nivel, becarias, oyentes, alumnas inscritas o en vías de inscribirse en nuestra máxima casa de estudios, la UNAM, lectoras, en fin, que han sabido encontrar estrategias propias para sobrevivir, quisiera por un momento invitarlas a que rebasáramos la diferencia entre masculino y femenino para preguntarnos a partir de lo humano. Preguntarnos cómo sobrevive un cuerpo y qué vidas son dignas de ser consignadas y protegidas. Mientras no sepamos que es falso que las mujeres sean un grupo identificable de una sola vez y para siempre, el cuerpo de las mujeres seguirá siendo un territorio bajo sospecha. Porque ante todo, por encima de nuestro género, debemos ser consideradas como cuerpos únicos, con narrativas propias que debemos compartir a través de las generaciones. Porque tenemos un cuerpo que piensa y actúa por sí mismo. Un cuerpo que importa.
*Algunas de estas ideas aparecen en el discurso que di con motivo del Premio Sor Juana 2011 y en El cuerpo femenino y sus narrativas, Dir. de Publicaciones y Fomento Editorial, CdMx, UNAM, 2016