Un recorrido por 20 años de producción de la artista
Presenta el MUAC la exposición Tembló acá un delirio, de Ana Gallardo
En esta muestra la autora se pregunta cómo y con quién aprender a vivir y envejecer de otro modo
La obra de Ana Gallardo ( Rosario, Argentina, 1958) parte de la necesidad de hacer del duelo un proceso público desde una perspectiva que pone en el centro la herida abierta de la violencia contra las mujeres. Lejos de ocupar el lugar de la víctima, la artista pone en escena un deseo de revancha personal y colectiva que se funda en la posibilidad de activar los materiales del duelo desde una práctica artística que repara y habilita devenires.
A partir del 10 de agosto, el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC, UNAM) presenta la exposición Tembló acá un delirio. La dimensión autobiográfica de este recorrido por 20 años de producción se materializa en un conjunto de obras atravesadas por testimonios orales, confesiones y relatos escritos a varias manos con los que Ana Gallardo se pregunta cómo y con quién aprender a vivir y envejecer de otro modo, mientras procura hacer realidad los sueños de las mujeres que desafían los mandatos de la reproducción social capitalista.
Tembló acá un delirio, exposición curada por Alfredo Aracil y Violeta Janeiro en colaboración con Alejandra Labastida, no se presenta como una retrospectiva, más bien propone una deriva de muchas posibles, una bitácora de los rodeos de Ana Gallardo por el sur global y sus geografías de violencia necropolítica y extractivista.
En el centro, la herida abierta de la violencia contra las mujeres
Desde finales de la década de 1990, cuando la globalización operó un marco de precariedad y feminización del trabajo que trasciende el ámbito de lo doméstico y los cuidados, la obra de Ana Gallardo viene problematizando la privatización de los sentimientos y las relaciones sociales desde una perspectiva que pone en el centro la herida abierta de la violencia contra las mujeres.
Al respecto, los curadores comentan que en esta muestra Ana Gallardo expone experiencias, propias y ajenas, que definen así: “Resultado del rechazo a la muerte como técnica represiva, su resentimiento se orienta a la capacidad de hacer mundo y construir otros vínculos con lo vivo; muy distinto, por lo tanto, al rencor de las políticas de odio de quienes sienten haber perdido sus privilegios, los dueños del terror y el olvido, aquellos que amenazan con desaparecer los cuerpos y las vivencias de las madres, hijas y abuelas incapaces de adecuarse a las axiomáticas coloniales y patriarcales”.
Del lugar de la artista dentro de esta pedagogía de la crueldad asoma la experiencia de lo común. Lo que empuja a Ana Gallardo a no cesar en su voluntad de crear –poniéndose en juego mientras se pregunta cómo y con quién aprender a vivir de otro modo– es la posibilidad de hacer algo con los materiales del duelo desde una práctica artística que, si bien no cura, sí repara y habilita devenires; pero también, y sobre todo, hacer del duelo un proceso público, apelar al recuerdo y darle materia a lo ausente, volverlo activo, teniendo presentes a las que mueren antes de tiempo en dolor y agonía, mientras procura hacer realidad los sueños de otras mujeres que, aún con vida, son castigadas por desafiar los mandatos de la reproducción social capitalista.
De espalda a las estrategias identitarias que celebran el sufrimiento como la verdad de cada sujeto individual, en este recorrido por 20 años de producción, sobresalen el impulso vital y el inconformismo incluso consigo misma. El compromiso con una lucha que, forjada en la solidaridad con aquellas distintas pero iguales, se materializa en un conjunto de obras atravesadas por testimonios orales, confesiones, relatos escritos a varias manos y escenas de un hacer que confunde lo propio con lo ajeno.
“La dimensión autobiográfica de la exposición no se encierra en el teatro del yo, sino que expone los límites de toda experiencia subjetiva. Que la práctica artística se conciba como tecnología de autoconocimiento y apoyo mutuo, gracias a la participación de un elenco de voces que, como en Antígona de Sófocles, forman una familia por fuera de los lazos sanguíneos, contribuye a crear una zona de continuidad donde la crítica de la subyugación –por motivos de raza, sexo, edad y clase, así como otras formas de represión–, como un terremoto, tiene su réplica en la defensa de los territorios. Los traumas de las montañas y los huesos perdidos en la selva no son distintos de los nuestros. La tierra es materia de la memoria”, concluyen los curadores.