Artaud, Breton y Péret en México

¿Qué hicieron estos tres franceses en el país surrealista por excelencia?

Fabienne Bradu Cromier, especialista del Instituto de Investigaciones Filológicas, analiza su estancia en nuestro país

El británico Edward James creo en Xilitla, San Luis Potosí, un jardín escultórico siguiendo esta corriente artística.

En la mesa temática Un viaje al país de los surrealistas, Fabienne Bradu Cromier, investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, recordó y analizó la estancia en México de Antonin Artaud, André Breton y Benjamin Péret.

Artaud

Artaud llegó a nuestro país en 1936, donde, bajo el patrocinio del Departamento de Acción Social de la UNAM, dio tres conferencias en el Anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria los días 26, 27 y 29 de febrero, y, bajo el auspicio de la Alianza Francesa, leyó una más: El teatro de la post-guerra en París, el 18 de marzo del mismo año. Sin embargo, en todas, el público fue muy escaso.

“Quizás el revés no le importó mucho a Artaud, pues era el precio que debía pagar para que se cumpliera la esperanza fundamental de su viaje, la verdadera apuesta que venía a jugarse a México. Apenas le interesó la capital, pese a que aquí gastó varios meses de invisibilidad. Tampoco le atrajeron sus artistas e intelectuales que, a su gusto, estaban demasiado contaminados por Occidente. Hubo dos excepciones: la pintora María Izquierdo y el escultor Luis Ortiz Monasterio”, señaló Bradu.

Luego de pasar muchas horas sentado en el Café Gante, escribiendo sus artículos para el periódico El Nacional e innumerables cartas a sus amigos parisinos, Artaud emprendió su viaje a la Sierra Tarahumara, el cual representó la culminación de su estancia en nuestro país.

“Además de escapar del mundo occidental que abominaba, Artaud alimentaba la esperanza de encontrar en México una cura mágica y definitiva a sus trastornos mentales y espirituales causados por una temprana meningitis que lo obligaba a ingerir opio, láudano, heroína o cocaína para sobrellevar el dolor”, explicó la investigadora.

En la montaña, Artaud permaneció tres días entre los tarahumaras, tomando peyote. Entonces pensó que estaba viviendo “los tres días más felices de mi existencia”. Con todo, no hubo cura mágica ni definitiva para él.

“Ya recluido en el hospital psiquiátrico de Rodez, a los tres días más felices de su existencia, Artaud opuso la versión de los maleficios padecidos en la Sierra Tarahumara y escribió: ‘Esos obstáculos se llaman maleficios y cerca de cinco semanas tuve que luchar día tras día contra esas hordas incansables e indescriptibles de brujería’. Puede hablarse de sima a propósito del episodio mexicano en la vida y la obra de Artaud. Quizás otra palabra válida sea cisma, porque una misma experiencia originó un cielo y un infierno, creó una ortodoxia y su heterodoxia. ¿A quién creerle entonces: al Artaud iluminado por el Tutuguri [rito de la noche negra y de la muerte eterna] o al supliciado por ser el Crucificado de Jerusalén? No puedo contestar más que a los dos, no tanto con el afán de hacer un mal juego de palabras acerca de Artaud y su doble, sino por la pérdida de sí que padeció hasta su muerte y porque un ser separado de sí está condenado a ser dos, a ver y a verse con el mismo exceso que fue el signo de Artaud”.

Breton

La estancia de Breton en México hacia 1938 no resultó nada fácil para el autor del poema “Fata Morgana”. De acuerdo con Bradu, al boicot instigado por el Partido Comunista Francés para impedir que cumpliera su programa de conferencias se sumó una perversa mezcla de xenofobia y mezquindades.

“La variedad de las descalificaciones que la prensa le deparó a Breton es elocuente de la consigna lanzada: atacarlo a cualquier precio. Además de tildarlo de trotskista, fascista, farsante, frívolo…, se llegó a sugerir más o menos veladamente que era un cornudo, un invertido y un drogadicto o peyotero. No obstante, México no desilusionó a Breton, y aunque admitiera que las entrevistas con Trotsky no estuvieron exentas de tensiones, roces, malentendidos y exabruptos, el encuentro con el fundador del Ejército Rojo fue suficiente para edulcorar las demás amarguras”.

Cada vez que se encontraban, Trotsky presionaba a Breton para que le presentara un proyecto del Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente. Por fin, luego de un viaje a Michoacán, Guadalajara y Monterrey, y ante el inminente rompimiento entre ambos, Breton regresó a Ciudad de México con un borrador del manifiesto que afinó con Trotsky.

“Contentos y, sobre todo, aliviados por haber podido llegar a la meta final, Trotsky y Breton dejaron atrás el cúmulo de tensiones y conflictos. La despedida fue emotiva. Arriba del hombro izquierdo de un retrato suyo, el francés escribió esta dedicatoria: ‘A León Trotsky, en recuerdo de los días vividos en su luz, con mi admiración y mi lealtad absolutas. André Breton. México, 30 de julio de 1938’”.

La investigadora universitaria se preguntó qué habrá significado México para Breton. Por supuesto, la respuesta no podría ser una sola, sino múltiple: “Un remanso de luz en la encrucijada del surrealismo poco antes de la Segunda Guerra Mundial, un manantial de renovadas energías para la cabeza del fatigado movimiento, un feliz reencuentro con los paisajes de El indio Costal, una novelita de Gabriel Ferry que había leído en su infancia, pero también una última carta en la empecinada apuesta política del surrealismo, algunas amistades y un sinnúmero de detractores cuya virulencia sólo pareció aguijonear su propio vigor…”

Péret

Benjamin Péret permaneció exiliado en México, el país surrealista por excelencia, desde 1942 hasta 1946. A su regreso a París a principios de la primavera de 1948, concedió varias entrevistas radiofónicas en las que recordó esos años.

En la primera de ellas, a una pregunta sobre sus actividades en México, contestó: “¿Qué hice en México? Me aburrí espantosamente. México es un país que sólo se interesa en México. Todo es tradición, pero una tradición que no es sino formal, vacía de toda vida. Es un país donde la mayoría de la gente es muy pobre. Arriba existe una delgada capa de ‘mexicanos medios’ y luego los muy ricos. ¿Un espíritu de rebeldía en los pobres? Para nada. Padecen una excesiva carencia de cultura. Y hablar de cultura es ya un eufemismo. En realidad, la mitad de la población no sabe leer ni escribir. ¿Lo que yo hacía allí? Cualquier cosa para sobrevivir. Equiparando las monedas, la vida es más cara que aquí. Además, a 2 mil 500 metros de altura, uno se cansa muy rápido. Hice la Antología de los mitos, leyendas y cuentos de México (sic). Eso es todo.”

Por otro lado, Péret nunca dejó de sentirse asfixiado en el altiplano, pero, a decir de la investigadora, el oxígeno que le faltaba era tanto físico como intelectual.

“Primero tuvo que padecer algunas entrevistas en las que le hacían preguntas como: ‘¿qué es eso del surrealismo, ¿cómo se come?’; luego, la cuarentena con que los comunistas lo castigaron por su militancia trotskista. Casi no tuvo contacto con el México de la época y más precisamente con su élite intelectual y artística, a excepción de un puñado de disidentes afines a sus posiciones políticas”.

Péret casi nunca recibió un apoyo de las autoridades mexicanas o del medio artístico para encontrar un trabajo acorde con sus capacidades, y malvivió a partir de unos trabajos eventuales y poco retribuidos.

“Fue maestro de francés en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado ‘La Esmeralda’ y en el Instituto Francés de América Latina. El editor catalán Bartolomeu Costa-Amic intentó socorrerle, encargándole un prólogo para el libro Los tesoros del Museo Nacional de México. La escultura azteca (1943), con fotografías de Manuel Álvarez Bravo”, añade Bradu.

En todo caso, la fascinación por México le llegó hacia el final de su estancia en nuestro país, cuando descubrió Yucatán y las ruinas de Chichén Itzá.

Al respecto, la investigadora comentó: “El descubrimiento de Chichén Itzá conjuga el latido de la poesía con la nutrida información sobre las civilizaciones precolombinas que Péret acumuló durante su estancia en México, gracias a la lenta elaboración de la Antología de los mitos, leyendas y cuentos populares de América y, también, a su traducción al francés del Libro de Chilam Balam de Chumayel (él fue el primer traductor de este libro al francés). Para redondear su compleja relación de amor-odio con México, poco antes de morir en 1959 tradujo el poema Piedra de sol, de Octavio Paz. Fue la última traducción poética de Péret y la primera al francés de la poesía de Paz”.

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