Se llamó Diego
Diego no se detuvo ante nada y ante nadie. Quizá lo intentó. Un día, en el estadio de la Bombonera, su segundo hogar, el de Boca Juniors, se dijo arrepentido, fue cuando exoneró a la pelota calificándola de impoluta, pero siempre fueron más fuertes los impulsos de su corazón de volcán y el caudal de su sangre hirviente, la lava que estigmatiza el cuerpo. Poderoso titán del mito contemporáneo, las murallas levantadas en los campos de batalla, las del futbol, sobre todo, se desmoronaban a su paso como castillos de arena, los cocodrilos de los fosos de ladrilleras feudales se transformaban en pajarillos de colores que iban a pararse a la cabeza de Diego, luego bajaban a su pie izquierdo, se acunaban flotando por un instante en un botín de agujetas deshiladas que parecía nido, y por último volaban como avanzada al cielo prometido de Argentinos Juniors o el Barcelona o el Nápoles del mártir San Genaro o el de la albiceleste camiseta argentina; además, y por si faltara algo, los leones que rondaban a Diego en las áreas, hambrientos de carne viva y agitando sus melenas como banderas antagónicas, terminaban maullando como gatos de orfandad comprobada en Villa Fiorito o en el estadio Azteca, porque en cualquier escenario era igual el portento del nene hijo de la Tota y de don Diego y, más temprano que tarde, hijo de la gente, hijo del pueblo, hijo de una historia de 60 años de edad descifrables por sus hazañas cancheras, indescifrables porque el autor de su propio personaje fue tan intenso y alucinante que su vida, la de bañarse y dormir, hacerle el amor a su Claudia Villafañe, la novia adolescente, la madre de Dalma y Gianinna, de talquearse la nariz esnifando y fornicando en la aventura fugaz, no cabe en las tantas hojas de su novela.
Diego dijo lo que quiso decir. Explotó, vociferó, mentó madres. Arengó a la multitud junto con Hugo, el venezolano presidente, una tarde ventosa en la que ambos, en Mar del Plata y a la bajada del Tren del Alba, soplaron —junto con Evo Morales, quien aún no era presidente de Bolivia, y el cineasta serbio Emir Kusturica, que le hizo un documental a Diego— al cielo para ahuyentar a la lluvia y el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas que ponía en ventaja a Estados Unidos. “¡ALCA! ¡ALCA! ¡Al carajo!”, se gritó entonces. Diego bebió lo que quiso y comió lo que comió hasta el hartazgo. Su panza fue un globo terráqueo que indicaba la vastedad de sus dominios, en los que tampoco se ponía el Sol. Fumó de los puros de Fidel, el revolucionario de la Habana que echó a Batista, se tatuó al Che como símbolo de símbolos, la izquierda que es zurda, la zurda con la que en 1986 le revolvió el té a tanto inglés con el gol del siglo, pero antes, dijo él, les robó la cartera ayudado por la mano de Dios. Diego aspiró del polvo blanco de la gloria malhadada de ángeles con alas de papel maché, y también del polvo que se levanta entre las palmas de las manos cuando se aplaude a rabiar, pues a veces llega el rabiar incontenible que se transforma en gozo cuando la mascada se torna en conejo ante las virtudes del artista. Diego cantó sus goles y se dejó llegar los cantos de la multitud que honra al héroe futbolista, porque a saber, según la historia del hombre, hay dioses terrenales que desde siglos atrás levitan en calzoncillos y en camisetas haciendo magia y milagros aquí y allá, idolatrados por la tribu. Diego fue único, pero incómodo, afirma el periodista italiano Stefano Semerano. Lo sufrieron Havelange y Blatter, entre otros. Diego fue lo que fue, y allá cada cual que lo ubique en el terreno de su propia moral. Tuvo carne y tuvo hueso —“me gusta que me digan Pelusa, Pibe y hasta hijo de puta”— hoy que los mejores exponentes del oficio futbolero parecen productos de un software.
Se llamó Diego, se apellidó Maradona, y hoy puebla ya otro mundo fantasmagórico, el de El Llano en llamas, un libro que lo cautivó una madrugada en la concentración de los campos del América en el Mundial de México. Valdano puso el texto en sus manos, y de lo demás, de realidades e irrealidades, se encargó Rulfo.
Víctor Hugo Morales, relator uruguayo, describió así el gol del siglo: “La va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del futbol mundial, deja el tendal y va a tocar para Burruchaga… ¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… Gooooool… Gooooool… ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona, en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… Barrilete cósmico… ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina? Argentina 2-Inglaterra 0. Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona… Gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2-Inglaterra 0.”