“Todo lo que soy, se lo debo a la UNAM”, dice el escritor Óscar de la Borbolla. “Primero por mi formación, y luego porque me ha permitido un modo de vida decoroso, bastante decoroso; vivo muy cómodo dedicándome a lo que me gusta hacer: escribir, pensar, discutir. Este es un escenario que representa, lo voy a decir con una frase de Leibniz, el mejor de los mundos posibles”.
El escritor y académico de la FES Acatlán, recientemente homenajeado en Bellas Artes, se define como “una especie de pensador, ni filósofo de los estrictos ni novelista que hace novelas de divertimento… Me gusta escribir de todo, empecé con la poesía y no se me ha terminado de quitar, me encanta escribir con una prosa que fluya, me siento bien en la novela, en el cuento corto. El ensayo se me da de manera más natural, las miles de horas como profesor me dan la facilidad para comunicar de forma didáctica, es una escritura que resulta grata, tengo muchos libros de ensayos e incluso en el ensayo encuentro unos giros que hacen que pueda colocar algunas joyas; pero me mueve todo”.
Difícil publicar
En la literatura hay que ser más que tercos, comenta De la Borbolla, “hay que ser necios”. Antes de internet era muy difícil publicar. Ahora se tiene una herramienta de ventilación para tener público. Antes tenías que ir a un periódico o una revista, fui a Vuelta y me hicieron esperar; llevé otro, y cuando llevaba como 17 manuscritos y meses de incertidumbre, alguien se apiadó y me dijo que me publicarían en dos años, porque tenían todo cubierto. Me fui a Excélsior, que era un diario maldito porque había pasado esto del golpe a Scherer, y allí me encontré con antiguos profesores de la Facultad, con Jaime Labastida, que era el director de la revista Plural, y que a diferencia del Plural que dirigió Paz, que era para un núcleo de exquisitos, Labastida empezó a publicar a escritores que tenían una inclinación de izquierda en América latina, y luego, gracias a René Avilés Fabila, que se convirtió en el director del suplemento cultural El búho, empecé a publicar allí.
Llevé Las vocales malditas al Fondo de Cultura Económica, lo dejé emocionado, y me fui de regreso a casa. Cuando llegué, ya estaba de regreso el manuscrito. Lo habían enviado en una camioneta a mi casa. Nadie me publicó las vocales, todo mundo me la rechazó, y un día mi hermana, afligida porque yo estaba desesperado, me dijo que si yo ponía mi aguinaldo, ella ponía lo que faltaba. Lo publicamos como edición de autor. Busqué a José Luis Cuevas, quien por cierto me atendió de una manera espléndida, me hizo unos dibujos que todavía aparecen en las ediciones nuevas de las vocales, que son ilustraciones de los cuentos, unos dibujos maravillosos, los volví a llevar con otro ánimo a las mismas editoriales. Y cuando vieron los dibujos de Cuevas, me fue peor, porque tenían alguna animadversión contra José Luis. Pensando que iba a ayudarme, me terminó hundiendo el buen José Luis, pero hicimos una amistad maravillosa, y cuando saqué mi edición de autor lo fui a ver muy acongojado y le dije que nadie me lo quería publicar, le pregunté si le entraba, y me dijo “claro, si están buenísimos los cuentos”.
El libro se presentó en el Museo Nacional de Arte, invité a Teresa del Conde, crítica de artes plásticas, para que hablara de los dibujos de Cuevas, y a él porque era parte del libro, y a otros críticos. El escenario del Munal estaba repleto y la edición era de 666 ejemplares, como número maldito, y esa noche se vendió toda la producción, porque todos querían llevarse la firma de José Luis Cuevas. Un ejemplar llegó a la Universidad de Brown, a las manos del crítico de literatura latinoamericana más importante, Julio Ortega, y leyó el cuento, le pareció maravilloso. Lo incluyó en El muro y la intemperie, donde el primer cuento que aparece es el de la O, y allí empecé a codearme con un montón de escritores que luego se volvieron notabilísimos. Las vocales malditas ha vendido más de medio millón de ejemplares.
Falta lectura
Hoy, como nunca, falta leer, y nos hará falta siempre porque como no nacemos con el lenguaje, lo adquirimos platicando con los demás. Hay un empobrecimiento del lenguaje y con 400 palabras la gente comunica todo lo que necesita. Es indispensable y ahora en la época de internet, con la que por una especie de jugueteo, se ha empezado a romper la estructura del español, la mala ortografía cunde en las redes sociales, y encima en ese jugueteo han llegado a mezclar letras con números y sale un criptolenguaje extraño, que terminamos por codificar.
Los tiempos compuestos verbales, escasean por completo, sólo se usa presente y pasado; ya ni siquiera se usa el futuro, por ejemplo, ya no se dice nos veremos mañana, sino, nos vemos mañana, y cuando se empobrece de esta manera el lenguaje, pareciera que hubiera una secretaría de la neolengua de la que hablaba Orson Wells en 1984, y alguien perverso detrás de esto, un complot o maquinación para descerebrarnos, pero no, lo estamos haciendo entre todos por ignorancia. Tenemos dos palabras como estribillo: güey, y jodido, y somos los güeyes jodidos en efecto, porque no tenenmos el vocabulario para distinguir todos los matices de nuestro mundo, tan complejo, de un sujeto tan complejo. Yo no estoy jodido; puedo estar deprimido, cabizbajo, taciturno, melancólico, apesadumbrado, y cada una de estas palabras te da un matiz exacto del tipo de solvencia moral que uno trae, pero no se logra distinguir qué es lo que pasa, es como si fueran completamente miopes y no vieran más que un manchón.
Se produce por la falta de léxico, de vocabulario. Cada palabra sirve para identificar una cosa, imagínemos hacer un recorrido por un bosque, y ver abedules, cipreses, nogales, sabinos e infinidad de árboles, todos con su peculiaridad, y como no se conocen, al preguntar ¿qué viste?, pues árboles. O sea, si no se tiene la palabra para identificar el objeto o el estado de ánimo es como si no existiera, tenemos una forma de ver demasiado tosca porque no vemos con los ojos, vemos con el número de palabras con el que contamos. Nuestra realidad llega hasta donde llega nuestro lenguaje. Hace falta leer para contrarrestar la pobreza de vocabulario a la que nos somete la convivencia con los demás.
De la locura
Los locos, si se asoman a la historia de la locura de Foucault, salvo en la Grecia clásica en la que los contrataban para hacerlos pitonizos, o pitonizas, y que les daban drogas para que deliraban con más facilidad, los locos siempre han sido maltratados, y una de las prácticas más diabólicas que han existido, aparte de las sangrías, otra de las cosas muy toscas, eran los electroshocks, que aún se practican, pero antes era como un deporte indiscriminado. Estos hechos me han hecho simpatizar con un movimiento que se llama antisiquiatría, un italiano de apellido Basaglia, es quien propone que incorporar a los locos en la administración del hospital, para que simplemente decidan de qué frutas van a comer, de qué color son los jabones con los que se van a bañar, estas pequeñas cosas para regresarles su dignidad de personas, hizo que este movimiento empezara a poder dar de alta a personas que de otra forma se hubieran muerto allí. Simpatizo pues con la antisiquiatría, y por eso:
Los locos no somos lo morboso, sólo somos lo no ortodoxo, somos lo otro, otro horóscopo nos tocó, otro polvo nos formó los ojos, nosotros no somos lo morboso, somos lo no ortodoxo.
“Los distintos también podemos ser”, termina el escritor.